Su muerte será nuestra tragedia
Es imposible defender una visión mínima de justicia social cuando aceptamos que nuestro criterio de exclusión es cien por cien aleatorio: la nacionalidad o el lugar de nacimiento
“Enough is enough”. Hace unos meses, la ministra de Interior británica, Suella Braverman, miraba directamente a la cámara y aseguraba sin pudor que nadie podría quedarse en el Reino Unido si entraba ilegalmente en el país. Suella Braverman es la misma ministra que un tiempo atrás balbuceaba sin encontrar la respuesta a si existían vías legales para que una persona huyendo de un conflicto solicitara protección sin llegar a sus fronteras. No la encontró porque no existía. Stop the boats fue el último episodio distópico en...
“Enough is enough”. Hace unos meses, la ministra de Interior británica, Suella Braverman, miraba directamente a la cámara y aseguraba sin pudor que nadie podría quedarse en el Reino Unido si entraba ilegalmente en el país. Suella Braverman es la misma ministra que un tiempo atrás balbuceaba sin encontrar la respuesta a si existían vías legales para que una persona huyendo de un conflicto solicitara protección sin llegar a sus fronteras. No la encontró porque no existía. Stop the boats fue el último episodio distópico en la carrera por frenar las migraciones en un país que ha encontrado en la identidad el chivo expiatorio de todos sus males. Y en cierta manera, el Reino Unido nos sirve a nosotros de bálsamo redentor: su deriva a los extremos de la xenofobia hace que nuestra política migratoria parezca benevolente. Pero es solo un espejismo: la esencia criminal de dejar morir (que cuando es previsible es equivalente a matar), subyace en cada uno de los pasos que estamos dando hacia esa Europa fortaleza que elige el color de quién puede cruzar sus fronteras.
Y la aberración se ha convertido en norma. El pasado miércoles centenares de personas murieron ahogadas tras una transmisión casi en vivo de los guardacostas griegos, que llegaron a escoltar la embarcación hasta una hora antes de la tragedia. Hace unos meses más de 80 personas, 13 de ellos niños, murieron arrojados contra las rocas en Calabria. Un tiempo antes los 24 muertos en la valla de Melilla en un episodio en el que las razones morales se dirimían en la discusión sobre a qué lado de la línea habían caído los cuerpos sin vida… Cada día un horror que debería ser inasumible en una sociedad éticamente sana.
La pregunta que cabe hacerse entonces es cómo hemos llegado hasta aquí. Cómo permitimos que estos episodios de inhumanidad aumenten en crueldad y asiduidad, y por qué cada día nos importan menos. ¿Dónde encontramos la justificación para determinar qué vidas merecen ser vividas? ¿Qué cuerpos ser llorados? Y la respuesta, infelizmente, se ha trazado en un discurso identitario en el que, quizás sin quererlo, hemos caído casi todos. Desde el racismo de los voceros verdes del odio hasta las versiones más progresistas de la identidad cultural, hemos comprado la idea de que es la identidad la que otorga derechos. Incluso John Rawls, padre del igualitarismo, consideraba en su infame artículo La justicia global que esta solo aplicaba a los individuos que pertenecían a la misma comunidad política: todo su discurso de justicia social redistributiva se diluía en las fronteras. Su coetáneo, Michael Walzer, lo defendía de una forma más cruda: es la comunidad la que genera lazos de solidaridad y obligaciones de reciprocidad. Es decir, solo formando parte de una comunidad política obtienes el derecho a tener derechos. Y esto, en los Estados modernos, solo se consigue con la ciudadanía. Fuera de la ciudadanía no hay nada: la libertad se convierte así en una prebenda estampada en un pasaporte. La vida se convierte en algo prescindible. Y hasta la muerte pierde sus privilegios: el único esfuerzo para recuperar los cuerpos sin vida de las personas migrantes es esperar a que refloten en nuestras playas. Les hemos arrebatado hasta la dignidad del duelo.
El problema es que este discurso acabará por consumirnos a nosotros mismos. Es imposible defender una visión mínima de justicia social cuando aceptamos que nuestro criterio de exclusión es cien por cien aleatorio: la nacionalidad o el lugar de nacimiento. Es lo que tienen los principios, solo se sostienen cuando se defienden desde la coherencia. En el momento en el que se normalizan las excepciones éstos se convierten en estructuras vacías. Y no nos engañemos, la ola reaccionaria que vivimos ha esperado con ansia el derrumbe de esta ilusión que todos hemos contribuido a desmontar. Dejar caer nuestros principios éticos en el fenómeno migratorio será el caballo de Troya para desmantelar el resto del edificio del Estado de bienestar: si la justicia social es una falacia que solo se aplica al sello del pasaporte, nada impide hacer estos criterios cada vez más estrechos: hoy son los migrantes, mañana será el colectivo LGTBI+ y después iremos viendo. La migración es la primera trinchera y la hemos cedido sin parpadear. Llegarán otras batallas y ya no tendremos el sustento moral para defenderlas. Entonces sí, su muerte será nuestra tragedia.