Lea este libro, señor Feijóo

En ‘La mala costumbre’, Alana S. Portero habla de una adolescente marica que, llegada del barrio obrero de San Blas a Chueca, podía permitirse el lujo de acariciarse con un chico por vez primera en público

Dos chicas se abrazan frente a la estación de metro de Chueca, en 2013, en Madrid.Gonzalo Arroyo Moreno (Getty)

Llegar al barrio de Chueca en los primeros noventa era adentrarse en un pueblo manchego dentro de Madrid. Me asomaba a mi balcón de la calle Pelayo y el abuelo de enfrente, en camiseta, saludaba desganado o hacía algún comentario sobre un suceso de la noche anterior. Aún era el tiempo en que las abuelas salían en bata, aferradas al monedero, a comprar la pistola a la panadería de Pili, donde se daban cita travestis ya de retirada, yonquis que buscaban chucherías que aliviaran el bajón y algunas madres con niño, como yo. C...

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Llegar al barrio de Chueca en los primeros noventa era adentrarse en un pueblo manchego dentro de Madrid. Me asomaba a mi balcón de la calle Pelayo y el abuelo de enfrente, en camiseta, saludaba desganado o hacía algún comentario sobre un suceso de la noche anterior. Aún era el tiempo en que las abuelas salían en bata, aferradas al monedero, a comprar la pistola a la panadería de Pili, donde se daban cita travestis ya de retirada, yonquis que buscaban chucherías que aliviaran el bajón y algunas madres con niño, como yo. Cuando Chueca aún no era Chueca, el actual barrio del Orgullo cosmopolita, convivían los últimos supervivientes de la droga que un día amanecían envueltos en papel policial de aluminio, las starlets de los pubs oscuros que imitaban a las reinas del pop o de la copla, y la gran Sandra, que tras una noche encarnando a Saritísima se incorporaba desmaquillada a su kiosco de prensa, en una esquina donde hoy hay una tienda de bolsos caros. No apelo a la nostalgia, solo afirmo que cuando Chueca no era Chueca la diversidad era mayor en un sentido amplio, porque en sus calles de hace tres décadas confluía la última ancianidad que pobló el centro, unas abuelas con una capacidad extraordinaria para convivir con los excluidos de la tierra. Todos aquellos personajes encontraban en el entramado de calles estrechas y grisáceas un refugio, la sagrada barra de un bar en la que acodarse junto a iguales. La luz de neón del Bar Santander confería un toque de belleza a mi calle mal iluminada, como una luz en la espesura del bosque, y aunque nuestros parientes no acabaran de entender que nos sintiéramos bien en un barrio de apariencia intimidante la realidad es que, una vez que te familiarizabas con su fauna, te sentías extrañamente protegido, como si la calle fuera el pasillo de casa. A aquel Chueca se asomó una adolescente de San Blas con la imperiosa necesidad de sentirse viva, integrada entre iguales, de mostrarse fiel a una identidad que llevaba ocultando desde que tenía uso de razón. Me pregunto si la vi, si me fijé en ella, si me pareció demasiado tierna o desubicada entre gais cuarentones que ya habían sufrido numerosas bajas por el sida. Lo he pensado estos días, leyendo La mala costumbre de Alana S. Portero, y me gusta creer que sí, que habitando ese último reducto de un Madrid previo a la especulación que aún no había expulsado a los pobres castizos crucé alguna mirada con aquella adolescente marica que, llegada del barrio obrero de San Blas, podía permitirse el lujo de acariciarse con un chico por vez primera en público y sentirse protegida por el gay maduro o por la travesti melodramática y maternal que hacía la calle.

Los pasos de nuestra heroína de la clase obrera nos llevan desde el castigado barrio de San Blas hasta la parte trasera, siempre canalla, de la Gran Vía. Son paseos oníricos, mágicos, a veces brutales, otras sonámbulos y plenos de felicidad. La joven, alma en pena, va buscando presencias tutelares a las que confesar un secreto del que ella misma abomina, sintiéndose durante el día sucia y aberrante y por la noche capaz de habitar el universo que abraza a los diferentes. No hay para ella victoria sin sufrimiento, ni crecimiento sin violencia; tras una infancia y una adolescencia padeciendo una lacerante ajenidad, logra dar el paso y mostrarse a plena luz del día como lo que es, una mujer.

La otra mañana, dentro de su habitual letanía de la derogación, el señor Feijóo afirmó que en nuestro país es más fácil cambiarse de sexo que sacarse el carnet de conducir. Si entendemos que la literatura posee la cualidad de adentrarnos en el alma humana, más que el texto de una ley, yo le recomendaría al político que leyera este libro para que viera que nada es fácil, ni frívolo ni caprichoso. Tal vez así hablaría con más respeto.

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