La sibila de Cumas y ChatGPT
Los algoritmos no logran conectar como lo hacía aquella mujer sabia en la vieja Grecia, aunque perdiera los papeles
Cuando arrecian las batallas políticas de tinte electoral, hay esas grandes cuestiones que regresan como una pesadilla. Las concretó hace unos años Siniestro Total en una canción. ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? El grupo de Vigo no llegó a dar ninguna respuesta. Se enredó con más y más preguntas, con lo que, al final, más que aclarar las cosas, las terminó complicando. L...
Cuando arrecian las batallas políticas de tinte electoral, hay esas grandes cuestiones que regresan como una pesadilla. Las concretó hace unos años Siniestro Total en una canción. ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? El grupo de Vigo no llegó a dar ninguna respuesta. Se enredó con más y más preguntas, con lo que, al final, más que aclarar las cosas, las terminó complicando. La facilidad con la que ahora se le puede preguntar de todo a la inteligencia artificial invita a animarse de nuevo y volver a la carga para saber de una vez sobre estos asuntos que tantas veces resultan enojosos.
Los antiguos no tenían a mano esos algoritmos que con tanta eficacia resuelven los interrogantes simplemente con formularlos a golpe de tecla. Tenían que buscar a una sibila, acercarse hasta su gruta, articular la pregunta que los devoraba por dentro y esperar la respuesta que iba a calmar sus inquietudes. No siempre las cosas salían bien. Fue célebre la sibila de Cumas. Contestaba a las cuestiones que le hacían en unos papeles que colocaba en la puerta de su cueva, lo malo es que un remolino de viento los levantaba y los hacía bailar en el aire y al cabo, cuando caían, nadie podía saber la respuesta que le correspondía.
Hace un par de semanas se pudo ver en los Teatros del Canal en Madrid un montaje del artista sudafricano William Kentridge, que obtuvo el premio Princesa de Asturias de las Artes en 2017. Se ocupa en él de la necesidad que tienen los seres humanos de resolver estas viejas preguntas y muestra la distancia que existe entre hacérselas a una sibila de carne y hueso o formulárselas a las máquinas. La pieza tiene dos partes. En la primera, The Moment Has Gone, se proyecta una película en la que el propio Kentridge muestra cómo trabaja, cómo se desdobla y cómo a través de sus dibujos va manejando esas delicadas cuestiones. Mientras tanto, cuatro voces cantan una música desgarradora que abre las puertas al desorden íntimo de la vida. La segunda, Waiting For The Sibyl, es una ópera. Los intérpretes convierten el escenario en un imponente poema visual en el que bailan y cantan y revelan las complejas emociones que los llevan a la sibila y, luego, a la lluvia de papeles con unas respuestas que ya no les llegan, que acaso son de todos, que no sirven. Los colores vivos de las prendas y los sombreros de los actores, el vértigo de los bailes, la máquina que escupe letras, las sillas que se desploman, las proyecciones: la obra de Kentridge es simplemente soberbia.
Por lo que toca a las respuestas de ChatGPT, dice que los humanos “estamos sujetos al paso del tiempo y a la inevitabilidad de la muerte”, que hemos evolucionado “a partir de antepasados comunes con otros primates, como los chimpancés y los bonobos” y que “el futuro es incierto”, y que resulta “difícil predecir con precisión a dónde nos dirigimos como especie”. No ayuda mucho. Y lo que no tiene ese cacharro que responde con tanta corrección, lo tiene la sibila de Kentridge: una conciencia y un cuerpo. Y baila. Vuelan sus papeles y perdemos las respuestas, pero existe algún tipo de conexión. Cuando a ChatGPT se le pregunta si baila, contesta que en términos de movimiento físico “lamentablemente” no puede hacerlo. Frente a los escenarios apocalípticos que se asocian a la inteligencia artificial, no hay que olvidarlo: ahí le ganamos.