¿Quién quiere la democracia, pudiendo jugar a la política?

En lugar de discutir sobre el deterioro de la sanidad, la protección de parajes naturales o la regulación de las energías renovables en el campo, nos hemos engolosinado en discusiones mucho más excitantes sobre apocalipsis ideológicos y olas reaccionarias

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, este lunes durante el anuncio de convocatoria de elecciones para el 23 de julio.Borja Puig de la Bellacasa (EFE/Moncloa)

La política puede ser una partida de póquer (o de mus), pero la democracia es algo más. El poder puede narrarse como un juego de victorias y derrotas sobre cuyo tapete los jugadores más temerarios ganan o pierden todo. Identificamos al cobarde, al timorato, al fanfarrón, al farolero y al tramposo, y admiramos la fiereza del jugador que apuesta hasta el alma. Buena parte del columnismo y la literatura políticas consisten precisamente ...

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La política puede ser una partida de póquer (o de mus), pero la democracia es algo más. El poder puede narrarse como un juego de victorias y derrotas sobre cuyo tapete los jugadores más temerarios ganan o pierden todo. Identificamos al cobarde, al timorato, al fanfarrón, al farolero y al tramposo, y admiramos la fiereza del jugador que apuesta hasta el alma. Buena parte del columnismo y la literatura políticas consisten precisamente en eso: se analizan las estrategias, se deploran las trampas y se aplauden los golpes de efecto. Desde las Meditaciones de Marco Aurelio hasta la última serie de televisión sobre presidentes y embajadores, la política se narra con una frivolidad muy solemne. Que la realidad, a poco que se asome uno, se parezca más a una película de Torrente que al segundo acto de Ricardo III no importa demasiado: vista de cerca y a las tres de la madrugada, una timba tampoco transmite mucho encanto. Ya se encargará el narrador (el columnista, el tertuliano, el cronista, el guionista) de echarle épica y lírica.

A diferencia del juego del poder, que siempre es entretenido, la democracia es una cosa aburrida de la que estamos deseando olvidarnos. Todos le agradecen a Pedro Sánchez sus gestos hiperbólicos. Quienes están a favor, por razones obvias, y quienes están en contra, porque da que hablar y permite eludir un montón de asuntos soporíferos. Desde que convirtió la campaña de las municipales y autonómicas en un preludio al plebiscito, nos hemos ahorrado miles de horas de debate acerca de cuestiones municipales, financiación autonómica, gestión de servicios públicos, inversiones en infraestructuras y un largo etcétera de temas sobre los que efectivamente se votaba este domingo. En lugar de discutir sobre el deterioro de la sanidad, la protección de parajes naturales o la regulación de las energías renovables en el campo, nos hemos engolosinado en discusiones mucho más excitantes sobre apocalipsis ideológicos y olas reaccionarias. Que las autonomías y los municipios acumulen un caudal de competencias enorme que incide de lleno en la vida de sus administrados parece irrelevante al lado de la supervivencia política del presidente del Gobierno.

Con el adelanto electoral también se quedan sin tramitar varias leyes importantes, como la de familias, que suponía un avance reformista muy notable. Pero quedarse para defenderla y ponerla en marcha es democracia aburrida. ¿Quién quiere remangarse y hacer funcionar los trabajosos resortes de un Estado social cuando puede alargar la partida con unos órdagos? ¿Quién va a elegir la democracia, pudiendo jugar a la política?

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