Qué pena, Luis
Administramos al por mayor y hemos condenado a la desmemoria a los intelectuales conservadores que no encajan en el perfil del preso o el exiliado ni tampoco en el del fiel seguidor del argumentario de Franco
A veces he usado esta carta de 1948 en mis clases para ilustrar cómo la lengua de la escritura epistolar puede asemejarse a una conversación. Dos poetas españoles, que vivían en España en la misma ciudad, se cruzaron alguna carta cuando uno de ellos pasaba unos meses como invitado en Estados Unidos. El filólogo Dámaso Alonso (1898-1990) se dirige desde la Universidad de Yale a su amigo Luis Rosales (1910-1992) y, amparado en la confianza mutua, le atiza nada más empezar la carta: “Pero hombre, ¿has...
A veces he usado esta carta de 1948 en mis clases para ilustrar cómo la lengua de la escritura epistolar puede asemejarse a una conversación. Dos poetas españoles, que vivían en España en la misma ciudad, se cruzaron alguna carta cuando uno de ellos pasaba unos meses como invitado en Estados Unidos. El filólogo Dámaso Alonso (1898-1990) se dirige desde la Universidad de Yale a su amigo Luis Rosales (1910-1992) y, amparado en la confianza mutua, le atiza nada más empezar la carta: “Pero hombre, ¿hasta cuándo te vas a estar cayendo de la bici?”. A renglón seguido, añade: “Ayer, no, anteayer, estuve en Boston comiendo con Paquito”. La carta rompe con muchas de las ideas que estereotipamos sobre la comunicación epistolar: el estilo es informal pero cuidado, procede de una persona formada, pero no evita esa autocorrección tan propia de lo hablado (“ayer, no, anteayer...”).
También rompe con algunos esquemas mentales que hemos terminado asentando sobre la identidad de los intelectuales exiliados y la actitud de los que se no se exiliaron y permanecieron en la España de la posguerra. Digo esto porque ese “Paquito” con quien decía Dámaso Alonso haber comido en Boston era Francisco García Lorca, el hermano menor de Federico, y porque a esa referencia añade en su carta otras personas que ha frecuentado en Estados Unidos: “Claudio, el chico de Jorge”, esto es, el entonces veinteañero Claudio Guillén, hijo del poeta Jorge Guillén; el arquitecto Amós Salvador, breve ministro con Azaña; el profesor de Pediatría Guillermo Angulo, al que acompañaba un tal “Dr. Ochoa” que no es otro que Severo Ochoa, ayudante de Negrín en su cátedra e instalado en Estados Unidos desde 1940. La sobremesa con todos los personajes allí presentes, que aquí no señalo en su totalidad, la resume Dámaso Alonso en su carta con una frase demoledora: “¡Cuánto hablamos de España! Todos buena gente, inteligentes, ¡qué pena, Luis!”.
Los intelectuales españoles que visitaban Estados Unidos llegados de la oscura España de los años 40 no parecían sorprenderse mucho por los incipientes electromésticos de las cocinas americanas, no los cegaba el tamaño y el diseño osado de sus coches. No describen la realidad estadounidense con que se encuentran como si tuvieran la boina calada hasta las cejas ni parecen soltar el “ay, mi madre” de quien mira un rascacielos cayéndose de espaldas. Habían hecho en su mayoría estancias en universidades europeas y tenían ya un poco de mundo: lo que no tenían era la experiencia del exilio. Las cartas que van enviando quienes pasan por allí de visita fugaz, recuperadas y editadas en los últimos años, nos muestran que a los españoles que iban a Estados Unidos les sorprende sobre todo reencontrarse con la otra España que ven allí. Y cuelan en sus cartas frases tan íntimas, sinceras y tristes como ese “Qué pena” ante el que se detiene el lector actual de esta carta, que hoy guarda impecablemente digitalizada el Archivo Histórico Nacional dentro del legado de la familia de Luis Rosales.
Los españoles exiliados en Estados Unidos estaban construyendo una dolorosa marca España sin pretenderlo. Muchos trabajaban como profesores de lengua: en pleno Gobierno de Roosevelt, se reactivaba una cierta ilusión de panamericanismo y la demanda de docentes de español había crecido. El poeta Pedro Salinas, por ejemplo, exiliado en Estados Unidos, cuenta en una de sus cartas a Jorge Guillén que ha visto a Dámaso en esa primavera de 1948 y que este hablaba “con su fatal impronta de hombre que vive allí”. Ese “allí”, la tremenda España de la posguerra, era conocida a través de esos otros, los visitantes, sabedores de que resultaban afortunados por poder ir fuera y tener la opción de volver a su familia y a su entorno en España.
Entre la argumentación infundada que se desliza en los últimos años discurre la idea simplista de ver en cualquier intelectual o figura pública de época franquista a un aliado de los desmanes inhumanos de la dictadura. Sin embargo, el propio exilio tuvo sus bajamares ideológicas, y las tuvieron también muchos de los intelectuales de la España franquista.
En una sociedad como la española actual, hemos terminado administrando las culpas al por mayor, hemos condenado a la desmemoria o mirado con sospecha a los intelectuales conservadores que no encajan en el perfil del preso o el exiliado político, ni tampoco en el del fiel seguidor del argumentario totalitarista de Franco. Muchos de ellos participaron en las primeras invocaciones a la libertad, que fueron más que tentativas, pero menos que “contubernios”, como el franquismo mediático se encargó de calificar. Formaron parte de una generación que conoció la frustración y apoyó la democracia, ahora no debemos convertirlos en herencia incómoda.
Corresponde al Gobierno la aplicación de la Ley de Memoria Democrática y nos corresponde como sociedad afinar la percepción de nuestro pasado más próximo. Si no, esto se va a quedar en una simplona y maniquea historia de buenos y malos.