Entre represión y mentiras
La opresión en las sociedades cerradas es meridiana y contundente. El efecto del engaño y la desinformación en las sociedades democráticas es más sibilino
Veinticinco años de cárcel. Esa es la condena que recibió el disidente ruso Vladímir Kara-Murza por pronunciarse en contra de la guerra de Ucrania. Incluso en un país autocrático se trata de una condena absolutamente desproporcionada: un “delito de opinión” pasa a penalizarse tanto como cualquier grave delito de sangre. Familiares y amigos de Navalni denuncian a su vez que la salud de quien fuera el máximo exponente de la oposición a Putin...
Veinticinco años de cárcel. Esa es la condena que recibió el disidente ruso Vladímir Kara-Murza por pronunciarse en contra de la guerra de Ucrania. Incluso en un país autocrático se trata de una condena absolutamente desproporcionada: un “delito de opinión” pasa a penalizarse tanto como cualquier grave delito de sangre. Familiares y amigos de Navalni denuncian a su vez que la salud de quien fuera el máximo exponente de la oposición a Putin se está degradando de forma alarmante y sospechan que ha sido sometido a algún tipo de envenenamiento en prisión. Y el corresponsal del Wall Street Journal, Evan Gershkovich, espera a ser enjuiciado por espionaje, ignorándose de hecho sobre qué se sustenta la acusación. Como señala el último informe de Freedom House, la guerra de Ucrania está suponiendo un preocupante giro hacia mayores dosis de autoritarismo en todo Eurasia, desde Bielorrusia hasta Tayikistán. Vuelve a cobrar sentido, pues, aplicar el calificativo de “sociedades cerradas” a aquellas que giran en la órbita de Moscú.
Dentro de las presuntas “sociedades abiertas”, las democráticas, las amenazas a la libertad de expresión son ya de otra naturaleza. Aquí el peligro es menos sólido y palpable y más líquido y difuso. Pero también preocupante. Lo acabamos de ver en el acuerdo extrajudicial al que ha llegado Fox News con Dominion, la empresa de máquinas de escrutinio electoral, por el que la cadena de Murdoch ha desembolsado casi 800 millones de dólares. Nos puede parecer una barbaridad, pero en realidad la empresa acusada de difamación por publicar noticias falsas a sabiendas no ha salido tan mal parada. Se ha evitado una humillación pública y tener que pedir perdón por su negación del resultado electoral de las últimas presidenciales estadounidenses, la “gran mentira” tan extendida por Trump y sus huestes. Como alguien dijera, “Dominion gana, el público pierde”. Perdemos porque vuelven a ocultársenos las formas y estrategias que se esconden detrás de la creación de fake news. O, como ha denunciado un empleado en una demanda judicial pendiente, la coacción a periodistas para que propaguen falsedades conscientes.
Como puede observarse, oscilamos entre la represión y el engaño. La primera, mucho más rotunda, tiene la virtud al menos de que no se oculta, es meridiana y contundente. El efecto de la desinformación y la mentira es más sibilino y con efectos más deletéreos para las sociedades democráticas. En estas se garantiza la libertad de expresión, pero a su sombra se erige todo un entramado de falsedades que se ocultan detrás de campañas cuasi-invisibles. Ahora que hemos puesto el foco sobre la inteligencia artificial, no estaría de más tratar de desvelar su funcionalidad para expandir la mendacidad o manipular las emociones que bloquean el acceso a la objetividad del mundo. Como ya anticipara Harari, “una vez que alguien consiga la habilidad tecnológica para manipular el corazón humano —de forma fiable, barata y a escala—, la política democrática se convertirá en un espectáculo de guiñol emocional”. Me temo que ya nos hemos adentrado por ese camino.