San Francisco, “ciudad fallida”
Si nadie lo impide, estas urbes serán las cáscaras vacías de la élite globalizada en un mundo plagado de personas desterradas por el precio de la vivienda y la crisis medioambiental
Fue Herb Caen, el histórico columnista del San Francisco Chronicle al que apodaron “Mr. San Francisco”, quien acuñó la palabra beatnik para referirse despectivamente a los jóvenes desencantados que llegaban a San Francisco en los años cincuenta a escuchar jazz y declamar textos de Allen Ginsberg, William Burroughs y Jack Kerouac en largas noches de aguardiente de contrabando y café. Los “gatos barbudos y gatitas”, con sus jerséis de cuello alto, pantalones pitillo y leotardos, ...
Fue Herb Caen, el histórico columnista del San Francisco Chronicle al que apodaron “Mr. San Francisco”, quien acuñó la palabra beatnik para referirse despectivamente a los jóvenes desencantados que llegaban a San Francisco en los años cincuenta a escuchar jazz y declamar textos de Allen Ginsberg, William Burroughs y Jack Kerouac en largas noches de aguardiente de contrabando y café. Los “gatos barbudos y gatitas”, con sus jerséis de cuello alto, pantalones pitillo y leotardos, transformaron la ciudad del oro y los terremotos en el epicentro de una cultura de cafés, librerías, música en vivo y festivales que atrajo después inversores y bancos. Lo llamamos gentrificación.
A Caen se le ocurrió beatnik como guiño a Sputnik, el satélite que los rusos habían puesto en órbita en 1958, pocos meses después de On the road. Una ocurrencia visionaria, porque Caen no podía saber que el satélite detonaría la construcción de una red de sistemas interconectados a través de hilos telegráficos y cables submarinos que cambiaría el mundo. Y que esa red atraería una nueva generación de “gatos barbudos y gatitas” solteros con trabajos en las empresas del Valle que compraban ropa de marca y cereales de Whole Foods, se reunían en restaurantes caros y pagaban más de 10.000 dólares al mes por un apartamento de una habitación. Ahora esos gatos han abandonado la ciudad, dejando un paisaje desolado de oficinas vacías, negocios tapiados y cuerpos derrumbados en la acera, doblados por efecto del fentanilo. Los políticos lo llaman una ciudad fallida, pero sigue siendo gentrificación.
Uno de cada 20 residentes se marchó durante el primer año de pandemia. Eso fue antes de los despidos masivos de las big tech y el éxodo del sector a Estados con descuentos fiscales como Texas y Florida. Las autoridades esperan que los alquileres bajen y una nueva generación de empresas del Valle aproveche los saldos. Es el espíritu libertario aplicado a la vivienda; sostiene tu crecimiento y tu derrumbamiento sin demasiada intervención. Mientras tanto, los residentes dejan carteles en sus coches que ponen “no me rompas las ventanas, no tengo nada dentro”. Setecientas personas murieron por drogas solo en 2020. La cifra oficial de personas sin techo es 8.000.
“De alguna forma, San Francisco vuelve a estar donde estaba hace 20 años”, me dice el escritor Dave Eggers. Se refiere al momento en que empresas como Google, Amazon y Facebook aprovecharon los espacios vacíos del fin de la burbuja para montar un imperio basado en servidores. Un momento de cambio y oportunidad. También son estampas que recuerdan al Nueva York de los setenta y al Berlín de los noventa, ciudades arruinadas y tan abandonadas por sus administradores que artistas como Gordon Matta-Clark podían hacer agujeros a los edificios frente al Centro Georges Pompidou y hacer sesiones de fotos sin que nadie interviniera.
Pero romantizar ese momento de efervescencia artística no debería intoxicar nuestra percepción del presente: las ciudades “fallidas” de hoy no están abandonadas a su suerte sino a la clase de especulación inmobiliaria que no abre oportunidades sino que acaba con ellas. No se llenarán de artistas, músicos y poetas. Si nadie lo impide, serán las cáscaras vacías de la élite globalizada en un mundo plagado de personas desterradas por el precio de la vivienda y la crisis medioambiental.