La incorrección de Roald Dahl
La revisión de los textos del escritor advierte de la hipertrofia de la corrección política
La decisión de rebajar el estilo cáustico de los libros de Roald Dahl ha relanzado su nombre, pero también evidencia el peso de las leyes tácitas de la corrección política sobre la literatura juvenil. Ante el revuelo ocasionado,...
La decisión de rebajar el estilo cáustico de los libros de Roald Dahl ha relanzado su nombre, pero también evidencia el peso de las leyes tácitas de la corrección política sobre la literatura juvenil. Ante el revuelo ocasionado, su editor ha optado por publicar las novelas sin cambios y con cambios (desaparece un “cara de caballo” aplicado a una directora de escuela, madre y padre serán prudentemente “progenitores” y ya no habrá más “gordas”).
Más allá del acierto de la división de marketing de la editorial, el debate planea sobre la legitimidad de la censura como presunto gesto progresista para resolver los conflictos de lenguaje y moral. Los padres podrán optar por que sus hijos detecten esas tensiones en textos ácidos y desacomplejados o podrán optar por enmascarar o diluir esos conflictos en ediciones domesticadas (con el riesgo de que los jóvenes prefieran la clandestinidad y leer a escondidas las ediciones originales). La decisión de cambiar algunos términos del lenguaje público nació como bandera de la izquierda en los años ochenta con el fin de hacer visible a través de la lengua el respeto que debían merecer todas las minorías (de clase, de género, étnicas) y acabar con una discriminación que atraviesa la calle y las instituciones y cristaliza en el lenguaje. El lenguaje no cambia la realidad pero ayuda a hacerlo. Cambiar las palabras para designar una realidad sin estigmatizarla fue una conquista social de nuevos derechos. El giro perverso llegó cuando la derecha mediática y política, sobre todo en EE UU, convirtió esa expresión, “corrección política”, en una caricatura destinada a subrayar sobre todo lo que había de censura por parte de la izquierda, muy lejos del objetivo originario de hacer que el lenguaje —maricón, bollera, sudaca, gorda, gitano, negrata— abandonase el insulto excluyente y normalizase la vida de sectores históricamente maltratados, no solo de palabra sino también de obra.
Hoy el riesgo bajo el que viven las democracias es que el buen fin de respetar los derechos de las minorías se convierta en un instrumento de fiscalización puritana de la libertad de expresión en las artes y la literatura, y hasta conduzca a un retroceso civil que al menos la sociedad española no tiene tan lejos en el tiempo: la vieja costumbre de advertir (como sucede ahora en algunas plataformas) con dos rombos o un aviso escrito de la peligrosidad de lo que el ciudadano podía esperar en las pantallas —una teta, o dos, un culo o un tremendo beso apasionado—. La educación democrática no pasa por asumir la censura, sino por la exposición razonada de los conflictos de nuestras sociedades. La perversión de la corrección política consiste en entronizarla como nueva moralina biempensante y sobreproteccionista. La exhibición desorbitada de censura social es lo contrario que desarrolló la tradición ilustrada sobre la base de la razón práctica, la tolerancia de la diferencia y la pedagogía civil.