¿Por qué se reformaron los delitos sexuales?
La ley es como es porque así lo quisieron nuestros representantes como opción de protección de la libertad sexual y también porque no se pensó suficientemente en sus consecuencias penales
La reciente reforma de los delitos sexuales está ahora en fase de contrarreforma. El sentido que haya de seguir este nuevo cambio ha recalado, claro, sobre el que tuvo el primero, porque es el mismo Gobierno el que promueve los dos. ¿Por qué no es ya hoy buena esta ley tan sensible para la vida social si lo era ayer mismo, si apenas ha salido del cascarón? ¿Acaso no es eficaz en la protección de la libertad sexual? ¿Se trata más bien de que no es eficiente, de que no utiliza con justicia ese delicado recurso que es la prisión?
Conviene recordar...
La reciente reforma de los delitos sexuales está ahora en fase de contrarreforma. El sentido que haya de seguir este nuevo cambio ha recalado, claro, sobre el que tuvo el primero, porque es el mismo Gobierno el que promueve los dos. ¿Por qué no es ya hoy buena esta ley tan sensible para la vida social si lo era ayer mismo, si apenas ha salido del cascarón? ¿Acaso no es eficaz en la protección de la libertad sexual? ¿Se trata más bien de que no es eficiente, de que no utiliza con justicia ese delicado recurso que es la prisión?
Conviene recordar qué ha hecho el legislador y cuáles fueron sus razones. Los dos leitmotiv de la reforma fueron la indiferenciación de los delitos sexuales y una definición restrictiva del consentimiento sexual. Los anteriores delitos de abuso sexual, más leves que los de agresión sexual, que comportaba entonces violencia o intimidación, pasaban a formar un solo delito con estos, una agresión sexual ampliada. Pero como en realidad se admitía que los graves atentados sexuales pueden ser de distinta gravedad (no es lo mismo que el contacto sexual se imponga navaja en mano que con abuso de una situación de superioridad), el marco penal que se ponía a disposición de los jueces era muy amplio, opción por cierto no muy consistente con la crítica por el uso de esa excesiva discrecionalidad judicial. La segunda gran apuesta de la reforma era la de que no todo consentimiento borraba el rastro del delito, sino que solo ciertos síes eran síes: solo “cuando se haya manifestado libremente mediante actos que, en atención las circunstancias del caso, expresen de manera clara la voluntad de la persona”.
Ambas opciones son opciones políticas tan legítimas como discutibles y desde tal prisma político deber ser debatidas: ¿mejoran la sociedad?, ¿son realmente progresistas y feministas?, ¿proveen de una protección más eficaz y más justa de la libertad sexual?
Esa pretendida eficacia y esa pretendida justicia fueron sus razones y no otras, que se esgrimen ahora quizás por la debilidad de las primeras. Por ejemplo, no pudo ser el motor de la reforma el contexto internacional, ese “nos obligaron” —“nos obligamos”— con la firma del Convenio de Estambul. El artículo 36 de este Convenio se limita a decir algo tan sensato y de civilización mínima como que deben ser penados todos los actos de carácter sexual no consentidos y que ese consentimiento solo es válido si es libre. No impone algo de tan absurda imposición como que tales actos deban constituir un mismo delito, cosa que la nueva ley incumpliría en la medida en la que agrava lógicamente la pena en los supuestos de penetración.
Tampoco es aceptable que la reforma se debiera al objetivo de poner el consentimiento en el centro de una regulación que no recogería tal posición. Lo subrayaba hace poco Mercedes García Arán en estas páginas: sería absurdo pretender que hasta hace dos días constituían delito conductas sexuales consentidas con un consentimiento válido. El agua del consentimiento no casa con el aceite del atentado a la libertad sexual. Más bien cuando no está del todo el consentimiento en el centro es ahora, pues al definirse el mismo restrictivamente podrá darse el despropósito de que se repute como agresión sexual una relación sexual consentida. Creo que lo que requería el loable fomento de la diligencia en la constatación del consentimiento era castigar algo que ni antes ni ahora se castiga: el error negligente en el consentimiento o en la edad de la persona con la que se mantiene un contacto sexual.
Los promotores de la reforma invocan también que un tipo único de atentado sexual evita la revictimización que sufre la víctima con su declaración en el proceso penal. Al no constituir la violencia un elemento indispensable de la agresión sexual, el interrogatorio no tendría que versar ya sobre si se produjo fuerza física y sobre si la víctima se resistió a la misma. El argumento es tan obsoleto como débil. Obsoleto, porque hace ya tiempo que juiciosamente la jurisprudencia no exige que la víctima se resista ni para probar la violencia ni para probar la falta de consentimiento. Y débil, muy débil, porque no es la prueba de la violencia lo que provoca la inevitable amargura de un debate sobre los hechos que tendrá que versar sobre lo qué pasó, qué tipo de contacto sexual se produjo, si hubo consentimiento, qué circunstancias pudieron hacer el atentado más grave. ¿Eliminaremos acaso todas las agravaciones por violencia (en el allanamiento, en el robo, en la determinación a la prostitución, en la explotación laboral) para evitar su traumática rememoración y redactaremos entonces los delitos correspondientes de modo más difuso y con marcos penales más amplios?
Y hablando de penas más amplias, está en el debate social la cuestión de si se quiso bajar las penas, si esta fue una de las razones de la reforma. Creo que no, y así lo afirman sus hacedores. Cuestión distinta es la de que la rebaja de algunas agresiones violentas sea la consecuencia necesaria de la estrategia de unificación penal emprendida. En primer lugar, porque se posibilita que esa sea una opción para los jueces: la agresión ampliada tiene un suelo más bajo de pena que puede ser legalmente el elegido para los casos de violencia. Pero en segundo lugar, y sobre todo, la rebaja penal es obligada en los casos de agresión violenta en los que concurre alguna circunstancia atenuante (mitad inferior de la pena) y para los supuestos de tentativa y de complicidad (la pena tiene que ser inferior a la mínima del tipo penal). Por ejemplo, una agresión violenta con penetración (violación) tenía antes una pena de seis a 12 años, de seis a nueve si concurría una atenuante y de tres a seis en caso de tentativa. Ahora esos marcos penales son, respectivamente, de cuatro a 12, de cuatro a ocho y de dos a cuatro.
En fin, la ley es como es porque así lo quisieron nuestros representantes como opción de protección de la libertad sexual y no porque hubiera una obligación internacional, porque el consentimiento no fuera central o porque se vaya a evitar la revictimización. Y también porque no se pensó suficientemente en sus consecuencias penales. A veces las penas las carga el diablo de la irreflexión.