¡Caperucita es un lobo con falda!

La realidad de las infancias ‘queer’ necesita menos alarmismo y más reflexión. Tan importante es no prohibir la transición como no presionar a quien transita para adecuarse a un género u otro

Dos niños conversan en un jardín.

“¿Pero es que nadie va a pensar en los niños?”, gime la esposa del reverendo Lovejoy: los brazos al aire, el gesto compungido, ataviada con su sempiterno chaleco de punto rosa palo. Esta escena de Los Simpson se convirtió poco después de su aparición en 1996 en una referencia cultural, tan popular como paródica, de uno de los recursos más trillados y tramposos de la retórica política. La exhortación a pensar en los niños se blande con frecuencia para desarmar al adversario, o persuadir a la opinión pública, no con argumentos críticos, sino mediante la movilización de ciertos códi...

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“¿Pero es que nadie va a pensar en los niños?”, gime la esposa del reverendo Lovejoy: los brazos al aire, el gesto compungido, ataviada con su sempiterno chaleco de punto rosa palo. Esta escena de Los Simpson se convirtió poco después de su aparición en 1996 en una referencia cultural, tan popular como paródica, de uno de los recursos más trillados y tramposos de la retórica política. La exhortación a pensar en los niños se blande con frecuencia para desarmar al adversario, o persuadir a la opinión pública, no con argumentos críticos, sino mediante la movilización de ciertos códigos morales y afectivos.

Los niños o, mejor dicho, el Niño —en tanto que figura simbólica— es un atajo discursivo que enmascara unas ideas políticas concretas, cuyos propósitos pocas veces tienen algo que ver con los derechos y las necesidades reales de la infancia. El Niño se ha usado históricamente como pretexto para sofocar los movimientos sociales, representándolos como una amenaza para el orden reproductivo y familiar. Están las sufragistas, acusadas de destruir el hogar. Están también las decenas de miles de esterilizaciones forzadas que se infligieron en Estados Unidos durante el siglo XX, principalmente a mujeres negras e indígenas, bajo el principio de la eugenesia y del racismo: pensar en los niños también quiere decir pensar en quién puede o debe tener hijos, o en qué niños importan y qué niños no. Y están, por supuesto, los gais —¡pederastas!—, lesbianas —¡pervierten a nuestras hijas!— y personas trans —¡que no te engañen: los niños, pene; las niñas, vulva!—.

El Niño se convierte en el receptáculo de una compasión obligada; es un objeto fácil de simpatía, incluso de identificación. En primer lugar, porque nuestro imaginario está arraigado en la protección incondicional de la infancia: la figura del Niño se construye a partir del sobreentendido de que este es un sujeto incapaz, necesitado de tutela, cuyo bienestar depende de crecer en un entorno estable, seguro, normal. Pero también porque el Niño se esgrime en representación del futuro, un futuro que nos pertenece y que dota de sentido a nuestra existencia. Frente a este Niño desvalido, símbolo de nuestra continuidad, se proyecta un peligro indefinido pero terrible. Cuaja el pánico moral. ¡Infanticidas! ¡Pervertidos! ¡Criminales! La solución: perpetuar los roles tradicionales, mantener el orden de las cosas, cerrarse al cambio y a la diferencia. Más que el futuro, el Niño encarna un deseo de permanencia y estatismo, la conservación inalterada del statu quo.

El debate sobre los derechos de las personas queer, y de las personas trans en concreto, se ha convertido —o así lo aseveran los discursos tránsfobos— en un boscaje sembrado de peligros: una suerte de inframundo poblado por Caperucitas con bigote y por lobos que un día son feroces y al otro llevan falda. Infinitas formas de corrupción moral y física sobrevuelan la inocente cabecita de nuestro Niño. Y así, sin grandes esfuerzos retóricos, el alarmismo no solo se propaga en los sectores más reaccionarios, sino que cala también —he aquí lo dramático, o cuanto menos incomprensible, frustrante— en posiciones pretendidamente críticas y progresistas. Un caso reciente es el de la historiadora y psicoanalista francesa Élisabeth Roudinesco, que en su último libro, El yo soberano, alerta contra lo que ella llama una “epidemia” trans. “El número de niños que creen que son transexuales, que sienten que han nacido con un sexo con el que no se identifican, se ha cuadruplicado y va a aumentar más”. Resuena, en esta advertencia, el retintín agorero de una moraleja de fábula.

El Niño es eterno: cada época tiene sus peligros, cada generación, sus cuentos. Sin embargo, los niños, las niñas, les niñes crecen. La realidad de las infancias queer necesita menos alarmismo y más reflexión. Cuando se les niega a los menores la autodeterminación —temiendo que no tengan la madurez necesaria, que la decisión esconda problemas de salud mental, o que se dejen influir por modas—, no solo se coarta su libertad, no solo se invalida su deseo, sino que también se les inculca un miedo perverso a la duda y a la ambigüedad. Tan importante es no prohibir la transición como no presionar a quien transita para adecuarse a un género u otro. Exigirles a niñas, niñes, niños una certeza absoluta sobre su identidad es incompatible con la realidad. El género es un aprendizaje, una forma de expresión del yo —pero también de la comunidad: quiénes somos está ligado a cómo nos relacionamos—, que admite ser cuestionada, desmontada, ensayada, compartida, pero sobre todo vivida y disfrutada. El bienestar material y afectivo de las infancias queer pasa por desdramatizar la incertidumbre, por despatologizar las transiciones, y por explorar nuevos discursos en torno al género que se basen en la afirmación, las relaciones y el placer. Que sean elles, ellas, ellos quienes piensen; y se cuenten los cuentos a su manera.


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