Las repercusiones políticas de la tragedia humana
Es inevitable que el terremoto influya en las próximas elecciones turcas entre una población frustrada e irritada por la respuesta del Gobierno de Erdogan a la emergencia
Los terremotos que arrasaron el sur de Turquía y el norte de Siria la madrugada del 6 de febrero podrían dejar más de 20.000 víctimas mortales, según la Organización Mundial de la Salud (OMS). Continúa la carrera contra reloj para encontrar a quienes puedan seguir con vida bajo los escombros, pero esos esfuerzos se ven entorpecidos por las condiciones climáticas: fuertes vientos que complican las labores de rescate y temperaturas gélidas que reducen las posibilidade...
Los terremotos que arrasaron el sur de Turquía y el norte de Siria la madrugada del 6 de febrero podrían dejar más de 20.000 víctimas mortales, según la Organización Mundial de la Salud (OMS). Continúa la carrera contra reloj para encontrar a quienes puedan seguir con vida bajo los escombros, pero esos esfuerzos se ven entorpecidos por las condiciones climáticas: fuertes vientos que complican las labores de rescate y temperaturas gélidas que reducen las posibilidades de supervivencia de las víctimas. Además, las numerosas réplicas y la amenaza de nuevos derrumbes impiden que los damnificados regresen a sus hogares.
El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, ha declarado un estado de emergencia de tres meses en las diez provincias más afectadas y ha movilizado a decenas de miles de miembros del personal de rescate, y la comunidad internacional se está volcando en muestras de solidaridad hacia Turquía. Sin embargo, la destrucción de carreteras y otras infraestructuras dificulta el acceso a muchas poblaciones rurales. Allí, trabajadores municipales y voluntarios cavan entre los escombros, a menudo con picos y palas o incluso con las manos desnudas, y distribuyen productos de primera necesidad.
En Siria, los terremotos han sacudido una vasta región cuyo control se reparten el régimen de Damasco, varios grupos rebeldes y fuerzas kurdas. Once años de guerra y severas sanciones internacionales han puesto al 90% de los sirios por debajo del umbral de la pobreza, y a dos tercios, en situación de inseguridad alimentaria, como advirtió el pasado enero el secretario general de la ONU, António Guterres. Por otra parte, las autoridades sanitarias ya se enfrentaban a un brote de cólera que se ha extendido por gran parte del país y al vecino Líbano.
Una de las zonas más castigadas por el cólera es el enclave rebelde de Idlib, que ha sido duramente golpeado por esta nueva catástrofe. Allí se hacinan cuatro millones de personas, la mayoría desplazados internos alojados en estructuras frágiles construidas con materiales de mala calidad que se desmoronaron como castillos de naipes. Los hospitales de la provincia, que han sido objetivo frecuente de bombardeos sirios y rusos, eran incapaces en circunstancias normales de cubrir las necesidades de los habitantes. La ayuda humanitaria de la que dependen más de la mitad llegaba a través del paso fronterizo de Bab al-Hawa, pero este no está operativo debido al cierre de las carreteras. Los equipos de protección civil conocidos como cascos blancos trabajan sin descanso ni apenas medios.
Siria también ha recibido ofertas de asistencia, pero sus aliados tradicionales, Rusia e Irán, no están en condiciones de ser generosos, y otros Estados son reticentes a colaborar con el régimen, que exige que la ayuda humanitaria se distribuya desde Damasco y tiene un historial de utilizarla como arma de control de la población. Una notable excepción es Emiratos Árabes Unidos, que en el último año ha mostrado deseos de reintegrar a Bachar el Asad en la comunidad internacional. La tragedia compartida también podría contribuir al paulatino acercamiento entre El Asad y Erdogan, quizás a cambio de garantías mínimas que permitan al presidente turco deshacerse de la patata caliente en la que se han convertido los 3,6 millones de refugiados sirios que acoge su país.
Es inevitable que este terrible desastre natural tenga repercusiones sobre las próximas elecciones turcas, que Erdogan había adelantado al 14 de mayo. La frustración y la ira empiezan a ser patentes entre los habitantes de las áreas que todavía no han recibido ayuda alguna. Una vez finalizadas las operaciones de rescate, no cabe duda de que se cuestionará más ampliamente la velocidad y adecuación de la respuesta a la emergencia.
Aún más espinosa es la cuestión de si podría haberse hecho más para evitar la magnitud de la catástrofe. Tras el desolador terremoto de Izmit en 1999 las autoridades introdujeron medidas para aumentar la resiliencia, particularmente normas de construcción sismorresistentes, y millones de residencias fueron renovadas. No obstante, no hay suficientes inspectores para garantizar el cumplimiento de la normativa y un elevado porcentaje de las construcciones se realiza sin licencia. Además, en 2018 Erdogan amnistió un gran número de edificios ilegales en una medida populista y recaudatoria denunciada en su momento por arquitectos e ingenieros.
La devastación de una región en la que viven 13 millones de personas supondrá una enorme carga para la economía turca. La lira ha alcanzado mínimos históricos tras un largo periodo de caída provocado en gran medida por la controvertida política monetaria de Erdogan, que insiste en mantener tipos de interés bajos a pesar de una inflación que roza el 60%. Ante la penuria que aflige a muchos turcos, el presidente ha estado jugando las bazas nacionalista y religiosa, como lo ilustra su reacción al ahorcamiento de su efigie en una protesta prokurda en Estocolmo y, poco después, a la quema de un Corán en una manifestación ultraderechista en la capital sueca. Esta nueva crisis será decisiva para su destino político.