Tribuna

Se busca trabajo en Madrid

Llegué a la ciudad hace un tiempo. Conseguí alquilarme una habitación pequeña en un piso compartido. Me cuesta con cuarenta años y una vida hecha ponerme a trabajar en las madrugadas en un bar, pero todo el mundo me dice: vas a tener que hacerlo

Un camarero sirve una cerveza en un bar de Madrid.SANTI BURGOS

Salgo a la calle y me encuentro sangre en el pavimento. Una gran gota de sangre, y luego otra, un chorrito, un poco más de sangre. A alguien le han roto la boca, o le han pinchado con una navaja: vaya usted a saber. No tengo tiempo para pensar. Hace frío. Mucho. El viento me da en la cara y tengo que apurarme para otra entrevista de trabajo. Otra más.

Llegué a Madrid hace un tiempo. Conseguí alquilarme en una habitación pequeña, en un apartamento alejado, que comparto con dos jóvenes ac...

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Salgo a la calle y me encuentro sangre en el pavimento. Una gran gota de sangre, y luego otra, un chorrito, un poco más de sangre. A alguien le han roto la boca, o le han pinchado con una navaja: vaya usted a saber. No tengo tiempo para pensar. Hace frío. Mucho. El viento me da en la cara y tengo que apurarme para otra entrevista de trabajo. Otra más.

Llegué a Madrid hace un tiempo. Conseguí alquilarme en una habitación pequeña, en un apartamento alejado, que comparto con dos jóvenes actores que tienen veinte años. Han hecho un par de series de televisión, pero aun así a cada rato tienen que volver a trabajar en servicio: poner copas, fregar platos. Me dicen la abuela, tengo cuarenta años, no soy de aquí y sigo buscando trabajo sin éxito.

Tres reuniones por día: lo mismo estoy con la gente más importante de España, que con gente que está en la lucha diaria.

Hoy, por ejemplo, tengo una cita con una famosa escritora en las afueras de la ciudad. Tengo que montarme en un metro, un tren de cercanías y luego un bus para llegar. Soy nervioso, y hoy estoy más nervioso que nunca. El móvil que tengo tiene varios años y a veces no funciona con internet. Debo salir varias horas antes para no perderme la cita: quizá aquí hay una oportunidad. Me cuesta con cuarenta años y una vida hecha ponerme a trabajar en las madrugadas en un bar; sin embargo, todo el mundo me dice: vas a tener que hacerlo. Vas a acabar bajando de esa nube y poniendo los pies en la tierra. Tienes que trabajar. Trabajar duro. Con mucho trabajo logro encontrar el camino. Cojo el metro. Miro la hora. Una persona me toca. Me cercioro, con más nerviosismo aún, de que tengo la billetera en su sitio. Llego a la estación de trenes y no sé qué hacer. Me pierdo. Cojo el tren. Me bajo en un lugar campestre. Me monto en un bus. Llego al lugar. Encuentro la casa con la mirada, he llegado pronto, muy pronto.

Tengo dos horas y media por delante para hacer algo. Hay una loma rodeada de pinos desde donde se ve todo Madrid, el aeropuerto. Camino. El viento me despeina. Coño, voy a llegar a la cita despeinado. Siento un olor raro. ¡No puede ser!: he pisado mierda. Con este pelo y este olor no voy a conseguir trabajo. Me dan ganas de llorar. He estado mucho tiempo recibiendo negativas: No, no, no…. La gente me atiende con una gran sonrisa en la cara, pero al final no llama. No. Me desanimo. Respiro y me froto las manos para entrar en calor. Las lágrimas están a punto de salir y allá a lo lejos está la ciudad. Venir me ha costado unos cinco euros. Pienso que ahora tengo cinco euros menos y que al final seguro que esta escritora no me puede ayudar. Mi esperanza era que tuviera conexiones con alguna universidad o alguna editorial que me ayudara a dar clases o publicar; pero ahora estoy en modo negativo y solo pienso que he perdido cinco euros. Día a día, así, no voy a poder ni pagar el alquiler.

Un avión despega a lo lejos. Hay mucho frío. Miro el móvil y sólo han pasado cinco minutos. Camino de allá para acá y veo a lo lejos una tendedera de ropa colorida, un carrito del mercado y a un hombre con un perro. Es un vagabundo. El perro ladra. Nunca me he sentido tan desamparado.

Camino en círculos un rato y vuelvo a mandar varios mensajes. Espero respuesta, nada. Me voy en un viaje mental bien rencoroso: pienso en los amigos cercanos que no me han tendido la mano. En los amigos que ni saben cómo me va. A lo mejor todo el mundo está igual: mal. A la espera.

Veinte minutos para la cita. Congelado. Avanzo. Toco el timbre. Me equivoco de casa, no es ahí. Me señalan. Llego. Toco. Paso. La escritora en la que deposito toda mi esperanza, mi fe, mi vida entera y mi futuro bienestar, es una mujer hermosa. Fuerte. Un poco fría. Tiene unos ojos verdes que me clava como tratando de descifrar todo lo que le digo. ¿Y qué le digo?: todo. Como si fuera un gran vómito de desespero no paro de hablar. Creo que le estoy contando toda mi vida desde el año 1983. Estoy nervioso, despeinado, con el zapato sucio y consciente que estoy hablando de más. Pero una fuerza mayor no me deja callar. Hablo y hablo y ella no ha podido ni brindarme café porque no paro de contarle mi vida. Pienso: dios mío, que mal va esto. Fatal.

Salgo de la entrevista sin ninguna esperanza y con una sensación rara, como si hubiera traicionado algo. Me monto en el bus. El solecito me da en la cara. Sonrío. Estoy vivo y tengo toda la vida por delante. No sé por qué pienso en Clint Eastwood. Últimamente, mi vida parece un wéstern.

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