Lo que podemos aprender de Mary Shelley
Parece que hemos establecido una división insalvable entre pecadores e inocentes, así que más vale apuntarse al señalamiento de cualquier chivo expiatorio para situarnos en el bando de los libres de pecado
La historia es tan asombrosa que ha sido mil veces contada: hace dos siglos, una joven que apenas contaba dieciséis años, Mary Wollstonecraft Godwin, se escapa del hogar paterno para unirse al poeta Percy Bysshe Shelley y juntos emprenden un viaje que provocaría gran escándalo en la sociedad londinense y dejaría en ella una gran herida emocional por la pérdida de dos hijos y la del propio poeta, que falleció muy joven. Pero en aquella experiencia trastornada y temeraria capitaneada por Lord Byron también hubo belleza, entr...
La historia es tan asombrosa que ha sido mil veces contada: hace dos siglos, una joven que apenas contaba dieciséis años, Mary Wollstonecraft Godwin, se escapa del hogar paterno para unirse al poeta Percy Bysshe Shelley y juntos emprenden un viaje que provocaría gran escándalo en la sociedad londinense y dejaría en ella una gran herida emocional por la pérdida de dos hijos y la del propio poeta, que falleció muy joven. Pero en aquella experiencia trastornada y temeraria capitaneada por Lord Byron también hubo belleza, entrega, pasión, y producto de esa convivencia artística desatada nacería una de las criaturas más extraordinarias de la literatura, ya convertido en mito: el monstruo de Frankenstein, que Mary Shelley, ya con el apellido de su marido, publicaría en 1831. El cine ha distorsionado la idea que nos hacemos del monstruo creado por un joven médico que, cegado por la ambición de ser el creador de una vida, cose cadáveres en un laboratorio. Pero la criatura resultante no será hermosa, sino un ser deforme, provocador de terror y repugnancia. Lo inaudito es que a una joven de tan solo 17 años se le ocurrieran dos ideas extraordinarias que transgredían las convenciones morales y que trascienden el valor puramente literario de esta obra. Shelley es una visionaria que anticipa la idea de que un hallazgo científico debe obedecer a una ética y que sin límite puede desencadenarse el desastre. No se queda ahí la originalidad de su pensamiento: la autora le ofrece al monstruo la oportunidad de explicar las razones de su crueldad y de implorar piedad. El discurso en boca de ese pobre engendro vuelve a ser necesario en este presente que vivimos, en mi opinión extremadamente punitivo y revanchista, porque incide en el derecho que debe tener el reo a ser escuchado ante un jurado, ante la sociedad o ante su Dios creador. Fue, sin duda, Mary Shelley una anticipada a la idea progresista, ahora en desuso, de la reinserción o como queramos llamar a que los individuos que han delinquido gocen de segundas oportunidades. No es casualidad que la autora fuera hija de una de las fundadoras del feminismo, Mary Wollstonecraft, y de un precursor de la pedagogía, William Godwin, personas con una inusual capacidad para adoptar posiciones incómodas y huir de lo convencional. ¿Qué sería ahora lo convencional? Lo convencional es que tanto a derecha como a izquierda solo encontremos alivio si el castigo al que delinque es despiadado y no dudemos en unirnos a los que tiran piedras contra quien ya está siendo linchado públicamente. Sean aquellos que se ven respaldados por causas nobles o esos otros que han descartado el perdón de su implacable religión de pacotilla parece que hemos establecido una división insalvable entre pecadores e inocentes, así que más vale apuntarse al señalamiento de cualquier chivo expiatorio para situarnos en el bando de los libres de pecado.
Hay una serie impactante, Happy Valley, ya en la última temporada, que gira en torno a la vida de una policía local que ve alterada su existencia por obra de un asesino repugnante. Pues bien, en esta serie creada por una talentosa guionista y directora, Sally Wainwright, se le concede al monstruo un momento confesional en el que cuenta con pocas pero reveladoras palabras ese hondo dolor que le carcome y le empuja a la destrucción del prójimo. En esa breve secuencia esencial para entender al personaje podemos calibrar por qué el corazón de un ser humano puede verse infectado por la maldad. Se percibe que Happy Valley está escrita por una mujer, no porque nos abrume con un discurso feminista, sino por el trazo fino y sensible con el que están dibujados los personajes. Aunque la historia es durísima, prevalece la compasión, y todo el tiempo sobrevuela la idea, defendida históricamente por tantas mujeres valientes, de que ninguna criatura nace con un pecado original. “Yo era afectuoso y bueno” —dice el monstruo de Shelley—, ”la desdicha me convirtió en un malvado. Hacedme feliz y volveré a ser bueno”.