El espejismo de sentirse ‘estable’ a los 30
El colchón de seguridad personal se ha esfumado para los jóvenes por la precariedad. A menudo, la estabilidad es un buen trabajo. Otras, es la familia de sangre; o en su defecto, la elegida, esos amigos que te sostienen a ti y a tus mocos con una servilleta cutre
Me citó un amigo en un restaurante, y entre lagrimones como puños, desgranó eso que me había anticipado por teléfono: en la misma semana, el novio le había dejado y le habían echado de un trabajo buenísimo. Así que intenté hacerme con todas las servilletas del sitio para achicar su tristeza, deslizando mis mejores palabras de empatía, cuando de repente, me asestó la confesión definitiva: “Es que ya no hay nada estable en la vida”.
Y ese sentimiento de inestabilidad vital sonó en él incluso más doloroso que el propio desamor, o el desasosiego económico. Quizás, porque no era la primera v...
Me citó un amigo en un restaurante, y entre lagrimones como puños, desgranó eso que me había anticipado por teléfono: en la misma semana, el novio le había dejado y le habían echado de un trabajo buenísimo. Así que intenté hacerme con todas las servilletas del sitio para achicar su tristeza, deslizando mis mejores palabras de empatía, cuando de repente, me asestó la confesión definitiva: “Es que ya no hay nada estable en la vida”.
Y ese sentimiento de inestabilidad vital sonó en él incluso más doloroso que el propio desamor, o el desasosiego económico. Quizás, porque no era la primera vez que la inseguridad del sector privado le jugaba malas pasadas, y en su caso, siempre ha encontrado mejores salidas. Tampoco era el primer novio con quien rompía, sino que tuvo algún otro. Por tanto, su conciencia se quebró por otro motivo: implosionó esa ilusión de haber alcanzado, por fin, una vida de esas que se esperarían a los 31 años, una vida prototípica.
Así que muchos adultos jóvenes viven hoy presos de un enorme malestar por no tener una vida personal como se esperaría. Desde entonces, no he parado de verme en conversaciones donde alguna amiga o amigo, entre los treinta y los cuarenta, desliza su temor a no estar actuando conforme a no sé qué estándar. “Igual debería estar ya teniendo niños… Soltera pensarán que soy una cría”; “pero es que ya vamos teniendo una edad para asentarnos, y yo de paseos”; “creo que los demás llevan vidas normales, no como la mía”.
Ello tiene mucho que ver con la inestabilidad laboral, que forja identidades e imaginarios. Antiguamente, mantenerse fijo en un trabajo durante años era una forma de sentirse sólido. Hoy en día, el colchón de seguridad personal se ha esfumado por la precariedad y muchos jóvenes no se sienten parte de nada. Emerge un sentimiento de desarraigo o nomadismo que va desde los pisos de alquiler hasta los despidos, y del que no es tanto culpable uno mismo.
Aunque hay algo más, que no es la cuestión económica. Algunos amigos creen que sus padres lo tuvieron más fácil para alcanzar la estabilidad personal, debido al factor tradición o la costumbre. Piensan que en los sesenta u ochenta la gente tampoco andaba picoteando de aquí para allá tanto como ahora. Creen que había una especie de hoja de ruta predefinida, y eso que era tan esperable, les hacía felices.
Cuando salen estas conversaciones, impugno la mayor y siguientes. Primero, que una vida donde quizás no se pudo explorar varias opciones no siempre fue más plena, si uno no se conoció antes lo suficiente o se arrepintió luego de lo elegido. Muestra es la tasa de divorcios entre la generación de nuestros padres. Segundo, obvian la frustración de muchos abuelos o abuelas que no dejaron nunca el hogar porque era lo que había. Aguantar no sería tan estable emocionalmente, allí donde su pesar irradió hasta a los hijos.
Sin embargo, algunos amigos creen que una vida de carril siempre fue mejor, pese a ellos tampoco se juntan con el primero que pasa, o aman su autonomía personal por encima de todo. Aparece entonces algo muy parecido al concepto de “angustia” de Soren Kierkegaard. Elegir, responsabilizarse de lo desechado y de lo elegido, causa una enorme incertidumbre y desasosiego. La libertad produce vértigo, miedo, porque uno no siempre sabe si está en lo correcto.
Ejemplo son quienes ven saltar por los aires sus relaciones de toda la vida y sienten que descarrilan hacia el abismo porque jamás exploraron algo distinto. Están quienes se ven tentados por algo nuevo, aunque no se atreven a dar el paso: desconocen que, al no elegir nada, escogen en verdad perderse esas oportunidades posibles. E incluso hay quienes deciden apearse de su presente vida, pese a lanzarse por el precipicio de lo presuntamente inestable, porque no se sienten dichosos en el aspecto que sea.
“Ya nada es estable en la vida”, pero es que nunca lo ha sido. La estabilidad no siempre es una vida prototípica. A menudo, la estabilidad es un buen trabajo. Otras, es la familia de sangre; o en su defecto, la elegida, esos amigos que te sostienen a ti y a tus mocos con una servilleta cutre. Pero la mayoría de las veces, la estabilidad verdadera nace de uno mismo: saber quiénes somos, y adónde nos gustaría dirigirnos, pese a las adversidades del destino.