Las mareas subterráneas de la ola rosa latinoamericana
Más que una ola rosa, lo que parece avanzar sobre América Latina es un tsunami de insatisfacción. La ciudadanía quiere cambio y eso es lo que ofrecieron los políticos que ahora están el poder
Hace unas semanas, durante la presentación de Sintiéndolo mucho, el documental que recoge los últimos quince años de su vida, Joaquín Sabina hizo unas declaraciones que descolocaron a más de uno. El cantautor, que hasta entonces había sido un icono de la izquierda, dijo que ya no se sentía tan a gusto en las filas de sus antiguos camaradas. Por varias razones, pero sobre todo por una: la deriva de la ...
Hace unas semanas, durante la presentación de Sintiéndolo mucho, el documental que recoge los últimos quince años de su vida, Joaquín Sabina hizo unas declaraciones que descolocaron a más de uno. El cantautor, que hasta entonces había sido un icono de la izquierda, dijo que ya no se sentía tan a gusto en las filas de sus antiguos camaradas. Por varias razones, pero sobre todo por una: la deriva de la izquierda latinoamericana. “Tengo ojos y oídos y cabeza para ver lo que está pasando, y es muy triste lo que está pasando”, dijo. Se refería, por supuesto, a la desquiciante conversión del régimen de Daniel Ortega en una copia del somozismo más patético y vesánico, al tedioso estancamiento de Cuba en un rincón mohoso del siglo XX y a la estulticia criminal que destroza Venezuela cada día. ¿Qué habría respondido, sin embargo, si le hubieran preguntado por el giro a la izquierda que vino a completar Lula con su reciente triunfo en la elecciones de Brasil?
Esa cuestión habría metido a Sabina en un lío, porque ni siquiera es claro que América Latina esté virando a la izquierda, como se dice. Si se observa con atención, lo que indican las últimas elecciones es que los votantes están castigando al partido que gobierna, más que a la derecha. La crisis de legitimidad política que desató la pandemia, sumada al descontento atizado por la inflación, el crimen organizado y la imposibilidad de las economías latinoamericanas, que apenas crecen, de satisfacer las expectativas de los ciudadanos, hacen tentadora cualquier propuesta que prometa cortar con el pasado. Más que una ola rosa, lo que parece avanzar sobre América Latina es una tsunami de insatisfacción. La ciudadanía quiere cambio y eso es lo que ofrecieron los políticos que ahora están el poder.
Es verdad que ese cambio se ha promovido electoralmente bajo las banderas del progresismo y de la izquierda, pero no por ello debemos asumir que se trata de un movimiento homogéneo, liderado por políticos que comparten los mismos objetivos e ideales. En absoluto. ¿Qué tienen en común, por ejemplo, un ecologista que intenta liderar una cruzada mundial en contra de los hidrocarburos y el cambio climático, como Petro, y un desarrollista que quiere fortalecer la empresa estatal de petróleos, Pemex, y atravesar con un tren la península de Yucatán, como López Obrador? Viéndolos de cerca, lo que encontramos es un espectro muy variado de trayectorias y propuestas.
Petro y AMLO vienen de la tradición populista latinoamericana que concibe al líder como un demiurgo que crea y dirige a la multitud con el poder de su palabra. La diferencia es que el colombiano tiene un cortafuegos pragmático que le permite establecer alianzas con sus adversarios políticos, incluso con la extrema derecha, mientras que el mexicano busca el enfrentamiento con sus opositores. Sus estilos de gobierno son muy distintos. El primero busca el pacto dentro de las instituciones; el segundo garantiza la estabilidad de su gobierno con los subsidios directos. Otra diferencia notable es que Petro apoya a las mujeres y tiene a un defensor de los derechos humanos al frente de la cartera de defensa, mientras que AMLO está enemistado con el movimiento feminista y le ha dado un protagonismo enorme a los militares en la vida pública.
Las diferencias se acentúan si se comparan a estos dos presidentes con Pedro Castillo. El peruano llegó al poder respaldado por un partido extremista, Perú Libre, creado por un médico que se formó en Cuba, y no sólo en su especialidad, la neurocirugía, sino en el desprecio de la democracia. El pánico que generó su triunfo se fue aplacando poco a poco, a medida que el Perú se hundía en el caos y el desgobierno y Castillo demostraba no ser un comunista cerril, sino un incompetente consumado. Su izquierdismo quedó petrificado en la retórica grandilocuente y en el simbolismo vernáculo, y se diluyó al poco tiempo entre escándalos de corrupción que involucraron a su círculo familiar inmediato.
El chileno Boric parece ser el político más cercano a Petro; al igual que él, llegó al poder apoyado por los movimientos sociales que participaron en el estallido social, y por una nueva izquierda no concertacionista que puso el acento en la agenda identitaria y en la ruptura juvenil con el pasado. Lo novedoso de Boric, más allá de sus intentos de refundar Chile con una nueva Constitución, es que defiende una causa incómoda para la izquierda latinoamericana. Mientras que Petro o Lula prefieren pasar de puntillas cuando se habla de las violaciones a los derechos humanos cometidas en Venezuela, Nicaragua y Cuba, Boric pisa callos. El presidente chileno critica abiertamente los desmanes autoritarios, y por eso es más fácil que acabe sentado con Sabina tomando tequila, a que Ortega, Maduro o Díaz Canel le ofrezcan el fraternal trato de un camarada.
Albero Fernández proviene del ala más tradicional del peronismo, pero a su lado, como incómoda compañera de baile, tiene a Cristina Kirchner, experta en el arte de la simbología y el relato y representante del sector más escorado a la izquierda. En medio de esta difícil convivencia –a veces parece mandar ella, a veces é-, Kirchner enfrenta un juicio por corrupción y Fernández la crisis económica. Todo su esfuerzo de gobierno procura revertir la ola de insatisfacción latinoamericana para que no se los lleve también a ellos en las próximas elecciones. El conflicto interno, más el nacionalismo que expira el peronismo, aíslan a Argentina de los demás gobiernos latinoamericanos.
Y lo mismo cabe decir de Bolivia y de su presidente, Luis Arce. Su indigenismo militante, salpicado de consignas anticapitalistas y antiimperialistas, perdió su efecto seductor cuando se convirtió en la piedra con la que tropezó Boric. Desde entonces los caminos que podían hermanar ideológicamente a Chile y Bolivia se alejaron, y es poco probable que algún otro gobierno latinoamericano vuelva a sentir entusiasmo por el modelo plurinacional boliviano.
Como se ve, el arco de la izquierda latinoamericana es mucho más amplio de lo que parece. Sus representantes no comparten un mismo objetivo ni proyecto y los problemas internos que enfrentan son tan diversos y particulares que terminan ensimismándolos. ¿Qué tienen entonces en común? Básicamente, que todos se declaran enemigos del neoliberalismo y están preocupados por las desigualdades económicas. Excepto en Boric, se intuye en ellos un nacionalismo más o menos fuerte, y excepto en AMLO, en todos asoma el interés por los movimientos sociales y la política identitaria.
Esa también sería una buena pregunta para Sabina, ¿por qué la izquierda está dejando de ser libertaria y hedonista, como lo fue durante la segunda mitad del siglo XX, y ahora, centrada en la inclusión y la equidad, reniega de los viejos rockeros que desafiaron el autoritarismo y ampliaron los márgenes de la libertad? La respuesta, de tenerla, explicaría uno de los desplazamientos ideológicos más notables de nuestra época, y no sólo en América Latina, sino en Occidente entero.