Allí sigo
En la consulta de mi psicoanalista, pasé por delante de una puerta que abrí como si alguien me reclamara desde el otro lado. Daba a una de esas habitaciones que poseen el atractivo fatal de los abismos
Al ir al baño, en la consulta de mi psicoanalista, pasé por delante de una puerta que abrí como si alguien me reclamara desde el otro lado. Daba a una de esas habitaciones que poseen el atractivo fatal de los abismos. Vi una cama estrecha con una tonelada de ropa arrugada encima y una tabla de planchar abierta, todo ello a la dudosa luz de un ventanuco que daba a una especie de respiradero. La abandoné enseguida por miedo a ser sorprendido husmeando donde no debía, pero una parte de mí se quedó allí, creo que todavía no ha salido. De vuelta al diván, le dije a mi psicoanalista que había abiert...
Al ir al baño, en la consulta de mi psicoanalista, pasé por delante de una puerta que abrí como si alguien me reclamara desde el otro lado. Daba a una de esas habitaciones que poseen el atractivo fatal de los abismos. Vi una cama estrecha con una tonelada de ropa arrugada encima y una tabla de planchar abierta, todo ello a la dudosa luz de un ventanuco que daba a una especie de respiradero. La abandoné enseguida por miedo a ser sorprendido husmeando donde no debía, pero una parte de mí se quedó allí, creo que todavía no ha salido. De vuelta al diván, le dije a mi psicoanalista que había abierto por error la puerta que no era. ¿Y?, preguntó. Tiene usted una de esas habitaciones que recuerdan a las de las novelas de Stephen King, respondí.
Ella puso en duda que hubiera abierto la puerta por error y tuve que confesar que la habitación me había llamado, tal vez porque se sentía muy vacía. ¿Tan vacía como usted?, preguntó. Discutimos un rato sobre si me había identificado o no con la orfandad de la habitación y luego me ofrecí a plancharle toda la ropa pendiente a cambio de un par de sesiones. Ella sonrió al tiempo de preguntarme qué era lo que me molestaba tanto de la ropa arrugada, pero solo se me ocurrían lugares comunes, de modo que volví al asunto de la habitación siniestra, de cuyo interior, aseguré, salía un gemido silencioso. La terapeuta carraspeó de un modo extraño, como si tratara de expulsar algo procedente del alma, más que de la garganta, y deduje que acumulaba la ropa porque le daba miedo permanecer en aquella alcoba en la que se percibía una forma de aislamiento atroz. No entraba por miedo a quedarse atrapada, en fin. Lo expresé en voz alta y dijo que lo teníamos que dejar, por la hora. Al llegar a casa, me puse a planchar mi propia tonelada de camisas para ver si averiguaba algo de mí mismo.