La paz total
Vivimos en la época de la entronización de la guerra total. La paz total, en el gobierno de Colombia, busca superar la paz fragmentaria o la paz elitista
En el debate que ha suscitado la presentación en sociedad de la política de paz total, desde el mundo académico y político se han formulado preguntas válidas sobre la argumentación conceptual y fáctica que tiene el enfoque que ha construido el nuevo gobierno colombiano. Esta breve exposición busca aclarar algunos de sus supuestos esenciales a partir de la crítica de las perspectivas que la paz total busca superar: la paz “estable y duradera”, la paz unidimensional, la paz fragmentari...
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En el debate que ha suscitado la presentación en sociedad de la política de paz total, desde el mundo académico y político se han formulado preguntas válidas sobre la argumentación conceptual y fáctica que tiene el enfoque que ha construido el nuevo gobierno colombiano. Esta breve exposición busca aclarar algunos de sus supuestos esenciales a partir de la crítica de las perspectivas que la paz total busca superar: la paz “estable y duradera”, la paz unidimensional, la paz fragmentaria o la paz elitista.
Paz estable y duradera
La primera cuestión que supone este concepto es si la paz puede ser una realidad absoluta y, si es así, en qué sentido lo es. En realidad la respuesta de ese interrogante se formuló hace más de dos siglos en un breve ensayo filosófico de Immanuel Kant, quien en esa reflexión argumentaba que la paz debía ser concebida como una realidad absoluta, objeto de un consenso universal que pusiera fin para siempre a las guerras, pactada a través de instituciones internacionales que representarán a la humanidad. No una paz “estable y duradera”, sino una paz absoluta y perpetua. Esa noción, criticada por utópica, era esbozada por Kant desde su rigurosa definición ética. La paz no debía ser interpretada solo como ideal deseable. Más bien debía ser parte de los imperativos categóricos, esto es, como norma de conducta que debía ser ejercida sin calcular su posible realización exitosa. Esto significa que el carácter absoluto de la paz equivale la desaparición de la guerra o su superación histórica, lo cual no equivale, en forma alguna, a la desaparición de cualquier otra forma de conflictividad social.
No obstante, hoy la cuestión de la paz o la guerra va más allá de una norma de conducta y se plantea en el terreno de la condición de posibilidad de la vida y, en particular, de la vida de la especie humana. A comienzos de la década de 1960, otro filósofo, especialista en los problemas de la política y del derecho, Norberto Bobbio, formuló una respuesta definitiva al problema de la guerra. Decía en un ensayo que, a partir de la producción de las armas nucleares y su uso, se hacía prácticamente imposible seguir sosteniendo que la guerra continuaría siendo un “instrumento de poder” y que la guerra había devenido en un “instrumento de muerte universal”. Las armas de destrucción masiva podían acabar con la especie humana y de ese hecho concluyente se deducían otros que alcanzó a intuir que daban aún mayor fuerza a su razonamiento. Las doctrinas filosóficas y políticas que tradicionalmente se habían mostrado justificadoras de la violencia como necesaria fuerza transformadora de la historia quedaban severamente cuestionadas se tratara de la interpretación de la guerra como un acto de legítima defensa, como reacción plausible ante un poder despiadado, o ya no como mal necesario, sino como única vía deseable y, por lo tanto, benéfica para obtener el progreso. La guerra nuclear deja sin piso cualquiera de esas formas de argumentación pues su naturaleza es totalitaria: su resultado anula las premisas y fines de su justificación. Bobbio concluía que de ser considerada la “partera de la historia”, la violencia se había transformado en su sepulturero.
Esos planteamientos debemos considerarlos a la luz de nuestra experiencia presente. Vivimos en la época de la entronización de la guerra total, es decir, de la guerra que representa la destrucción absoluta y, por lo tanto, su única alternativa real es la paz absoluta que implica acabar con la guerra y con las armas, entendido ese fin no como la terminación de un conflicto armado particular, sino como el final de la guerra como forma histórica de solución de la conflictividad humana.
¿Y en qué forma eso nos concierne a los colombianos? De esa realidad global somos especialmente conscientes quienes hacemos parte de sociedades que, como la nuestra, tienen conflictos armados y ciclos de violencias que se han prolongado al punto de hacerse crónicos. Su duración en la historia contemporánea —más de seis décadas ininterrumpidas— se entrelaza con violencias anteriores que hunden sus raíces hasta la conquista y la época colonial. Esta violencia armada perenne ha permeado todo en la sociedad: cerca de diez millones de personas, una quinta parte de la población actual, han sido víctimas directas. En cada hogar del país existen heridas y cicatrices de lo ocurrido. Los miedos, los odios y las venganzas se han transmitido de generación en generación. Las clases sociales, los pueblos étnicos, las comunidades rurales, las formaciones políticas, el aparato estatal, las instituciones, los ritos y símbolos patrios, la educación, las artes y la cultura, todo en la vida social se remite a la experiencia de las violencias provocadas o padecidas. Sobre ese desolador panorama, sus causas, principales acontecimientos, responsabilidades e impactos sociales no existe un relato unificado sobre la memoria, o las memorias, de esa etapa histórica. No obstante, aún en medio de esas diferencias, difícilmente se puede negar su carácter omnipresente en todos los campos de la vida social. Desde ese punto de vista, la paz total se plantea como una salida radical no a tal o cual aspecto parcial de esa realidad, sino como la inauguración de una etapa histórica nueva, una de cuyas características es la desaparición de la guerra y las violencias.
Paz unidimensional
Así como existe una historia de las violencias, también hay una larga historia de intentos de lograr la paz por la vía del diálogo y el acuerdo en distintas etapas desde la propia guerra de Independencia hasta nuestros días. De esta manera, investigadores académicos han estudiado numerosos procesos de paz que se intentaron en las guerras del siglo XIX (entre 1839 y 1902), la experiencia del llamado Frente Nacional, a mediados del siglo pasado, y diez procesos de paz realizados desde finales de la década de 1970 hasta nuestros días, que incluyen el Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera, firmado en 2016. Entre los más valiosos logros de esos procesos se cuentan acuerdos de paz, la Constitución de 1991, procesos de democratización política de la sociedad colombiana, algunas reformas o intentos de reformas económicas y sociales, un voluminoso acervo de legislación, jurisprudencia y políticas públicas en materia de paz; la larga experiencia y lecciones acumuladas en diversas negociaciones, las prácticas humanitarias para limitar la intensidad y los efectos del conflicto armado, así como un vigoroso y diverso movimiento por la paz que cuenta con miles de organizaciones e instituciones.
A pesar de esos logros, históricos e innegables, se ha continuado en los ciclos de conflicto armado y de otras expresiones de violencia. En parte, esa circunstancia obedece a que se ha identificado la superación histórica y social de la violencia con la terminación de un conflicto armado particular, circunscribiendo el proceso a resolver aspectos puntuales como la desmovilización, el desarme y la reincorporación de los combatientes, sin prestar atención real a resolver lo que genéricamente se ha llamado las causas estructurales y profundas de esos conflictos.
Es ilustrativa de esa circunstancia la discusión periódica de los mismos asuntos que excluyen los problemas más profundos que subyacen a cada una de las confrontaciones armadas que ha padecido por largo tiempo nuestra sociedad:
1. ¿Se debe o no reconocer la existencia del conflicto armado? ¿Cuál es la definición de su carácter o lugar en la calificación de la situación de violencia generalizada?
2. ¿Cuál es la definición o catalogación de los grupos armados con los que se desarrolla el conflicto y se debe dialogar?
3. ¿Qué tipo de diálogo se debe desarrollar entre los armados y el Estado? ¿Cuáles deben ser las condiciones para adelantar esas conversaciones y cuáles sus alcances definitivos?
4. ¿Se debe negociar en medio de las hostilidades o se negocia con cese al fuego y hostilidades como condición inicial (unilateral o bilateral)?
5. ¿Cuál debe ser el marco legal para lograr la desmovilización? ¿Cuál debe ser la solución judicial y jurídica en términos punitivos de las responsabilidades sobre los crímenes cometidos?
6. ¿Se debe otorgar o no participación política a quienes se desmovilizan?
Esas interminables discusiones son centrales mientras sigue siendo menor y, en ocasiones prácticamente inexistente, el debate sobre la eliminación de las causas económicas, políticas y sociales, que han dado lugar al origen y prolongación en el tiempo de las confrontaciones. Esta notoria ausencia se ha justificado invocando planteamientos como, por ejemplo, que la violencia social y económica no existe o es un asunto que escapa a cualquier solución negociada, que las transformaciones estructurales son de larga duración, que el Estado no tiene por qué negociar el cumplimiento de determinados preceptos relacionados con sus deberes constitucionales, o simplemente ignorando la ubicación territorial de los escenarios de la confrontación y las necesidades de las poblaciones que viven en esos lugares. Esta comprensión unidimensional, predominantemente jurídico-legal y no política, centralista y negativa de la paz resulta una limitación real de cualquier solución integral de la violencia.
Paz fragmentaria
Otro aspecto crítico de la concepción predominante de la paz en nuestro contexto ha sido la idea de que el conflicto social y político puede, e incluso debe, ser resuelto por partes y etapas lo cual ha contribuido en la práctica a que su solución sea segmentada y residual lo que inexorablemente conduce a la reproducción de ciclos ampliados y diversificados de la violencia. En este aspecto, el problema no solo consiste en querer dividir la realidad de cada conflicto o contexto regional o histórico de violencia en la realidad de las diferentes organizaciones armadas con las cuales se ha negociado, sino además en querer abstraer el conflicto político del conflicto social sin buscar soluciones que sean a la vez globales y simultáneas. Así ha sido, entre otras cosas, porque el orden de las etapas y el tipo de procedimientos de los procesos de paz se ha estandarizado al punto de no concebir la posibilidad de alterar la sucesión de acciones conducentes a la consolidación de la paz. Tal realidad se plasma, por ejemplo, en la resistencia a adoptar la acción humanitaria y la cesación temporal de hostilidades como una práctica permanente en medio de un conflicto violento crónico que requiere en cada momento salidas a las situaciones de violencia puntual. O igualmente, en la resistencia a adoptar acuerdos de paz parciales de implementación inmediata que no requieren procesos de refrendación ni traducción normativa que los dilaten en el tiempo e impidan que su espíritu original se mantenga.
Por ello, la política de paz total sostiene que para ir garantizando las transformaciones sociales se debe acabar la idea de que “nada está acordado hasta que todo este acordado”. Y por eso debe buscarse implementar cada acuerdo parcial que se logre, así incluso no se llegue a un acuerdo final. La larga experiencia acumulada en procesos de paz ha demostrado que no se puede subordinar la firma de un acuerdo para implementarlo, sobre todo si la puesta en marcha tiene que ver con el cumplimiento de los deberes del Estado. De igual forma, esto evita que se acumule la labor para una gran implementación, la cual puede durar años o siglos quedando prisionera de la maraña burocrática del aparato estatal.
También que se debe controvertir la negación a buscar una salida dialogada a los fenómenos de violencia ligados a las economías ilícitas, tales como el narcotráfico y la minería ilegal. Con el falso argumento de que se tiende a confundir ese tipo de violencia con la política, se cierra la posibilidad de encontrar una salida socio-jurídica a la “guerra contra las drogas” que se ha convertido en un componente de alto impacto en la sociedad colombiana y en el mundo en general. La paz no puede seguir siendo fragmentaria y parcial, pues su único efecto es postergar la violencia, haciéndola cada vez más letal e indiscriminada.
Paz elitista
Por último, se hace imprescindible controvertir el rango que ostenta la política de paz en un país con violencia crónica desde la perspectiva que la presenta como una política secundaria, débil, discontinua y restringida a unos cuantos funcionarios.
La paz debe dejar de ser una apuesta de gobiernos para convertirse en una agenda de Estado. Como política de Estado, es necesario resaltar que por primera vez un gobierno define la paz como objetivo de la política de seguridad, abandonando el enfoque de la seguridad nacional cuyos resultados se miden “por bajas” y no por vidas. Cuando hablamos de política de Estado se quiere decir que debe comprometer al Estado en todas sus instancias y niveles, así como a través de distintos y sucesivos gobiernos, para que todos, en virtud de lo establecido en el artículo 22 de la Constitución Política, tengan la tarea de perseguir la paz como fin supremo. Esto implica, entre otros asuntos, que tanto los acuerdos de paz, como las mesas de negociaciones y los procesos de sometimiento que se alcancen con un grupo deben continuar su curso e implementación en los gobiernos siguientes, y no pueden interrumpirse por voluntad personal o partidista.
En este sentido, uno de los reproches que se hace a la paz total es que ‘es ambiciosa’. Se debe preguntar, por qué la guerra y la política del “enemigo interno” que han sido ilimitadas, que se han desplegado de una manera tan compleja, que han contado con el Estado en su conjunto, con tantos recursos nacionales y extranjeros, la voluntad política para escalar la confrontación militar a niveles exorbitantes y de una manera tan extensiva, nunca ha recibido la crítica de ser una política ambiciosa, ¿por qué ahora sí se hace con la paz que por primera vez va ocupando el lugar central que merece?
Pero, además, esta concepción implica que el diálogo no es únicamente con actores armados, sino con las fuerzas vivas de la sociedad que confluyen en propósitos nacionales. La paz total es que la ciudadanía pueda ejercer la acción democrática y política, transformando las expresiones de violencia en escenarios de diálogo. Para hacer realidad las transformaciones que requiere el país se necesita más que la negociación entre grupos armados y el Estado. La paz total también implica la convergencia de voluntades de distintos actores en los fines estatales. El mejor ejemplo de esto es el reciente y trascendental acuerdo celebrado entre el gobierno del presidente Gustavo Petro y la poderosa federación de ganaderos colombianos, Fedegán, mediante el cual se van a comprar tres millones de hectáreas de tierra para entregarlas a campesinos y poblaciones rurales. Esto significa la participación decisiva de las comunidades, de las iglesias, de organizaciones humanitarias y de autoridades locales. La conformación de territorios o regiones de paz, como lo contempla la ley que define la paz total, es una apuesta para que allí mismo se adelanten diálogos ciudadanos vinculantes para llegar a la paz.
En consecuencia, como lo reclamamos para el mundo, lo buscaremos para nuestro país. La paz total como fin en la historia de las guerras que han surcado nuestros territorios, que producen millones de víctimas, que degradan los valores y comportamientos sociales, que elevan a niveles insospechados la codicia, que irrigan y destruyen el tejido social, que producen el contexto favorable a la consolidación de las transnacionales del narcotráfico, que profundizan la corrupción y la subordinación de las instituciones del sistema político a nefastos propósitos, que destruyen el medio ambiente y que hoy, en definitiva, pueden acabar con la Humanidad.
En conclusión la definición de la paz total implica que ésta es absoluta y perpetua, multidimensional e integral, que es una política de Estado y un movimiento que expresa el poder ciudadano para transformar la realidad de sociedades que han padecido en forma crónica el odio y la muerte violenta.
Iván Cepeda Castro es senador y presidente de la Comisión de Paz del Senado de Colombia.
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