Fiebre antidemocrática

Las elecciones en Brasil y EE UU confirman que la banalización de la violencia verbal puede acabar en violencia física, y que la falta de respeto hacia las instituciones es una amenaza real para la salud democrática

del hambre

Las elecciones brasileñas y las midterm (elecciones de medio mandato) del próximo martes en Estados Unidos transmiten de nuevo una especie de urgencia existencial para la democracia. Confirman, cada una a su manera, que la banalización de la violencia verbal puede acabar en violencia física, y que la falta de respeto hacia las instituciones es una amenaza real para la salud democrática. Si un líder político niega la...

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Las elecciones brasileñas y las midterm (elecciones de medio mandato) del próximo martes en Estados Unidos transmiten de nuevo una especie de urgencia existencial para la democracia. Confirman, cada una a su manera, que la banalización de la violencia verbal puede acabar en violencia física, y que la falta de respeto hacia las instituciones es una amenaza real para la salud democrática. Si un líder político niega la legitimidad de su contrincante y del resultado electoral, lo que hace es abrir las puertas conscientemente a una fiebre antidemocrática que se propaga como la lepra por la ciudadanía.

¿Recuerdan cuando Al Gore perdió frente a Bush por un puñado de votos en Florida? Así lo sentenció el Tribunal Supremo, que dio la victoria al republicano por apenas 537 papeletas. Gore admitió su derrota, poniendo su interés particular al servicio del interés general: entendió que las reglas del juego no son solo un instrumento para conquistar el poder, sino la argamasa de la cohesión social. Pero la actual concepción tribalista y electoralista que de las instituciones tienen políticos y ciudadanía pone en peligro su cualidad democrática. Porque la democracia no solo consiste en votar: es también el modo de funcionar de un sistema. Apela, por ejemplo, a cómo nombramos a quienes integran las instituciones, al modo en que preservamos la pulcritud de las reglas que las hacen funcionar o a cómo mantenerlas al margen de la refriega política. El objetivo es que el poder no sea de nadie para que sea de todos; de lo contrario, y aunque suene a cliché, las democracias mueren. Así lo expresaba la jueza Sotomayor cuando la Corte Suprema se disponía a anular el derecho federal al aborto: “¿Sobrevivirá esta institución al hedor que crearía en la percepción pública la idea de que la Constitución y su lectura son actos políticos? Si la gente cree que todo es político, ¿cómo vamos a sobrevivir?”.

Lo que Brasil y Estados Unidos nos enseñan es que, para que sobreviva una democracia, sus instituciones deben estar al servicio de todos. Esto implica que, cuando vemos a un primer ministro, o a la Corte Suprema, percibamos que todos estamos representados, al menos en aquello que concierne al interés general. Por eso son esenciales los acuerdos transversales sobre temas de Estado, algo que es imposible si se demoniza al adversario y se partidifican las instituciones. No sé cuándo olvidaron nuestros principales partidos que la lealtad constitucional consiste en renunciar a posiciones maximalistas, o cómo olvidamos todos que la negociación del Consejo General del Poder Judicial deben hacerla las Cortes y no dos agentes que, por muy presidente o jefe de la oposición que sean, carecen de legitimidad constitucional para ello, como ha recordado el profesor Juan José Solozábal. Porque la realidad es que hay normas legales objetivas incumpliéndose a sabiendas en una guerra abierta por ocupar el poder judicial, y las víctimas somos nosotros, pobres ciudadanos. @MariamMartinezB

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