El CGPJ no puede bloquear la renovación del Tribunal Constitucional

El Gobierno debe poder nombrar los dos magistrados que le corresponde sin esperar al Consejo. De otra forma, la incapacidad de este para cumplir con su responsabilidad se convierte en un derecho de veto sobre el Ejecutivo

El presidente del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), Rafael Mozo, en un acto institucional el 29 de octubre.MARISCAL (EFE)

La Constitución es una norma jurídica frágil. La eficacia de muchas de sus disposiciones depende exclusivamente de la actuación de los actores políticos, a los que les toca llevar a término su cumplimiento. Se precisa, por tanto, lo que Konrad Hesse, prestigioso académico y magistrado alemán, llamó “voluntad de Constitución”, esto es, un compromiso con el correcto funcionamiento de la vida democrática. Esa falta de responsabilidad, la mayoría de las veces no puede ser reparada por los tribunales, d...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

La Constitución es una norma jurídica frágil. La eficacia de muchas de sus disposiciones depende exclusivamente de la actuación de los actores políticos, a los que les toca llevar a término su cumplimiento. Se precisa, por tanto, lo que Konrad Hesse, prestigioso académico y magistrado alemán, llamó “voluntad de Constitución”, esto es, un compromiso con el correcto funcionamiento de la vida democrática. Esa falta de responsabilidad, la mayoría de las veces no puede ser reparada por los tribunales, de suerte que la norma suprema, en última instancia, queda en manos de sus destinatarios.

La ausencia de un vínculo firme con la Constitución provoca un efecto mariposa. El sistema institucional es un delicado engranaje en el que la crisis de un elemento sobrecarga o inutiliza otros. En el peor de los casos, las pugnas se enquistan o se magnifican a través de polarizaciones artificiales. No obstante, la falta de la consideración debida a la Constitución dispara otro fenómeno profundamente deletéreo: quiebra la lógica interna de la norma suprema. Su función esencial consiste en estipular reglas que no pueden ser alteradas unilateralmente por las fuerzas en liza. Cuando una de ellas apuesta por perturbar o bloquear su funcionamiento, en el fondo no hace otra cosa que apropiarse de la Constitución. Si además ese esfuerzo se inspira en la táctica de obtener una cuota de poder coyuntural o en miras puramente electorales, el movimiento es muy peligroso, pues a un precio de saldo arriesga los pilares del sistema.

En definitiva, vaciar el significado de la norma suprema, debilitar su uso como instrumento que regula la política, empuja por la pendiente de la deslegitimación a los que alientan su incumplimiento, pero también al resto de las instituciones. La gravedad de la situación no acaba ahí. Cuando los actores constitucionales se toman a la ligera el acatamiento de la Constitución, es inevitable un impacto sobre la ciudadanía. Crece en ella la desesperanza que siempre causa la frivolidad de aquellos que deberían guiarse por el sentido de estado. Además, las personas comunes comienzan a dudar del valor ético y la oportunidad práctica de respetar el ordenamiento jurídico. La idea de que el incumplimiento de la Constitución es un instrumento más de la disputa política cotidiana conlleva una grosera apelación a la fuerza de los hechos, que no suele ser inocua.

Estas apreciaciones quieren servir para dar algunas luces sobre el dilema relativo a la renovación de cuatro magistrados del Tribunal Constitucional. Corresponde al Gobierno proponer a dos y al Consejo General del Poder Judicial a otros dos. Seguramente el ciudadano de a pie no verá dificultad alguna: el Gobierno elegirá los que le competen y el Consejo, cuando le sea factible, hará lo propio. Mientras, los dos magistrados que fueron nombrados por el Consejo en su día y que han de ser reemplazados, se mantendrán en su puesto. Sin embargo, el apartado tercero del artículo 159 de la Constitución dispone que el Tribunal “se renovará por terceras partes”. Cabría entonces pensar que los nombramientos del Gobierno ni siquiera pueden hacerse hasta que el Consejo haya materializado los suyos, completando el tercio de los doce magistrados que componen el Tribunal Constitucional. Considero que esta tesis no es acertada.

Sin duda, prescinde de las pistas que ofrece la doctrina del Tribunal Constitucional sobre cuál debe ser la solución adecuada. Este siempre ha subrayado que la renovación en tiempo es “una obligación constitucional” (sentencia 49/2008). Y, en un caso similar al que ahora tratamos, señaló que el retraso de uno de los órganos que ha de proponer vocales al Consejo General del Poder Judicial, no puede “arrastrar” al que sí observa su obligación (sentencia 191/2016, punto 8.c de los fundamentos jurídicos). El principio que late en esta jurisprudencia es el de favorecer la debida composición de las instituciones, aunque sea parcial.

Por lo demás, la tesis que criticamos refuerza la posición de los órganos incumplidores. La regla de la renovación por tercios busca que el Tribunal Constitucional vaya recogiendo en su seno distintas sensibilidades en el modo de interpretar la Constitución. Sin embargo, sería un error llevarla hasta el extremo de impedir al Gobierno el ejercicio de una potestad que expresamente le reconoce la Constitución. Si asumimos el argumento de la inexorable renovación por tercios, la incapacidad del Consejo para cumplir con su responsabilidad redundaría en un derecho de veto sobre la potestad del Gobierno, o lo que es igual, en un paradójico doble incumplimiento de la Constitución. En cambio, la propuesta del Ejecutivo en tiempo y forma no empecería la facultad paralela del Consejo, de quien dependería completar la fracción. En definitiva, el acento en la renovación por tercios es una extraña interpretación destinada a propagar los incumplimientos de la Constitución y minar el estatus del Gobierno. Habrá motivos de táctica política para sustentar esa tesis, pero son insensibles a la fragilidad y el sentido de la Constitución.

Más información

Archivado En