De la nueva política a los estadistas sénior

Quizá debiéramos tener una cautela por principio ante la juventud como valor en política; hay que pensar si como sociedad no nos hacemos daño al dejar escapar inteligencias que han sabido cuajar en experiencia

Pedro Sánchez y Francisco de la Torre en Málaga, en junio.Carlos Diaz Martin (EFE)

A punto de cumplir los 80 años, Paco de la Torre lleva siendo alcalde de Málaga desde los tiempos en que Amazon era una pyme y el efecto 2000 iba a convertir el mundo en un apocalipsis. Es una ironía que, lejos de acusar las erosiones del tiempo, su candidatura —con la ritirata de Ciudadanos— pueda ganar más votos que cuatro años atrás: De la Torre ya ha ingresado en ese panteón de alcaldes estelares en...

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A punto de cumplir los 80 años, Paco de la Torre lleva siendo alcalde de Málaga desde los tiempos en que Amazon era una pyme y el efecto 2000 iba a convertir el mundo en un apocalipsis. Es una ironía que, lejos de acusar las erosiones del tiempo, su candidatura —con la ritirata de Ciudadanos— pueda ganar más votos que cuatro años atrás: De la Torre ya ha ingresado en ese panteón de alcaldes estelares en el que, más valorados por su personalidad que por sus siglas, han podido convivir el peneuvista Azkuna, un Abel Caballero del PSOE o el Almeida del primer zarpazo de la covid. Recordemos que el PP no rebañaba un voto en Cataluña y todavía regía —Albiol y Badalona— en su segunda ciudad. Es llamativo: los académicos minusvaloran una política de cercanía que tienden a ver municipal y espesa. Y los ideólogos y zelotes de partido desconfían de unos alcaldes que contrastan la política con la experiencia más que con el argumentario. Todo el mundo parece dar por hecho, en definitiva, que el camión de la basura pasa porque sí: todo el mundo salvo los propios electores, que con un raro sensus fidei votan a esos perfiles que podríamos espigar lo mismo en un PSOE templadito que en una IU clásica, en el PP que cabecea hacia la democracia cristiana o —de cumplir con sus exigencias en materia de fotogenia— el Ciudadanos de sus buenos años. Por supuesto, haríamos mal en desatender esta política, siquiera sea porque las municipales sirven para ir preparando el laurel o las pompas fúnebres en las elecciones generales. Y por otra razón más noble: si contra el francés nos salvó el bando “de mí, el alcalde ordinario de la villa de Móstoles”, en la última crisis también nos ayudó mucho la responsabilidad de las entidades locales. Incluidas esas diputaciones que “la nueva política” —sic transit!— quiso borrar de la faz de la tierra.

España es país gerontófilo y nada nos gusta más que un buen abuelo. Hace solo unos años vimos un triunfo del branding político tan rotundo como injusto: para mercar la candidatura de Manuela Carmena a la alcaldía, se podía haber acudido a décadas de militancia progresista, pero se prefirió subrayar la bondad natural de una abuela que horneaba magdalenas. En literatura, la canonización civil ha sido un proceso bien conocido, de Miguel Delibes a una Ana María Matute que, al final de su vida, fue sometida a ese fenómeno que Aloma Rodríguez ha llamado la “abuelización” de las escritoras del pasado. A Paco de la Torre, sin embargo, se le ha criticado por presentarse a alcalde ya octogenario. No es una cruzada solo española: en The Atlantic, Derek Thompson hablaba del “riesgo” de poner nuestro bienestar en manos de “septuagenarios” que “apuntan a un predecible deterioro cognitivo”. Todo ello —menos mal— “sin animar a los votantes al edadismo”.

Quizá debiéramos tener una cautela por principio ante la juventud como valor en política, toda vez que muchos de los que hoy juzgamos sabios de mozos andaban pidiendo maoísmo, falangismo o comunismo a la albanesa. Fue Albert Rivera quien afirmó que en España la regeneración política pasaba “por gente que haya nacido en democracia”, lo que, por cierto, excluía a las generaciones que habían traído esa democracia. Durante un tiempo nos tentó pensar que el combate en las juventudes de los partidos —Susana Díaz, Pablo Casado— era tan darwiniano que podía cribar un buen líder, pero el balance de los estadistas yogurines en la política española ha sido muy melancólico. Irónicamente, algunos venían bien promocionados por la gerontocracia empresarial. Otros han preferido la televisión a la revolución. De la nueva política al viejo engaño, hemos aprendido que nuestra vida pública tenía problemas peores que los debates fantasma sobre el bipartidismo, las primarias, o el hecho de que Rajoy pareciera un primer ministro victoriano en los debates. Hoy, él y González —de aniversario— posan como los estadistas sénior que nunca hemos tenido.

No hacen falta muchos argumentos para defender que la juventud está primada: basta con pensar que todos preferimos —según y cómo— ser jóvenes a ser viejos. Aun así, quizá la juventud sólo deba jugar como factor a favor si la inexperiencia opera como factor en contra. Ejemplos clásicos hay muchos. Churchill ganó una guerra con 70 años, Reagan aspiraba a octogenario al caer el muro. A los 35, Cervantes ni siquiera había escrito La Galatea, e iba a tener que esperar —que aprender— mucho más para escribir el Quijote. Velázquez solo se va tras tocar techo: Las meninas. Igual que Tiziano o Miguel Ángel. Que la juventud haya pasado de mal transitorio a canon absoluto es algo que tenemos ahora en casa cada día, con el niño que tiraniza la televisión y se postula para la cabecera de la mesa. A los mayores, mientras, les obligamos a veces a una hiperactividad de clases de pintura o de taichí: todos entendemos las ventajas sin número de una buena prejubilación, pero cuesta pensar si como sociedad no nos hacemos daño al dejar escapar esas inteligencias que han sabido cuajar en experiencia. Uno tiende a pensar que somos más sabios cuanto más pertenecemos al tiempo. Otros lo dijeron con más lírica: el sol “demora su esplendor cercano del ocaso”.

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