Las distopías son hipérboles preventivas
El pronóstico de una realidad difícil no siempre invita a bajar los brazos
Ni a pitonisas ni a oncólogas ni a presidentas de la comunidad de vecinos les gusta dar malas noticias. “La torre de la destrucción”. “Cáncer”. “Derrama”. Hay quien se aferra a la luz: “¡Cambios!”. “Será un cáncer pequeñito…”. “Para mí, que el muro aguanta”. La linterna en el túnel sirve para encontrar la salida, pero también son fundamentales los detectores de humo. Tan paralizante es el vaticinio de un mundo muerto, como las calorías vacías de cierta esperanza. Convendría combinar miradas agrias respecto al cambio climático, inflación, al menos 23 muertos en la valla de Melilla ...
Ni a pitonisas ni a oncólogas ni a presidentas de la comunidad de vecinos les gusta dar malas noticias. “La torre de la destrucción”. “Cáncer”. “Derrama”. Hay quien se aferra a la luz: “¡Cambios!”. “Será un cáncer pequeñito…”. “Para mí, que el muro aguanta”. La linterna en el túnel sirve para encontrar la salida, pero también son fundamentales los detectores de humo. Tan paralizante es el vaticinio de un mundo muerto, como las calorías vacías de cierta esperanza. Convendría combinar miradas agrias respecto al cambio climático, inflación, al menos 23 muertos en la valla de Melilla —Marlaska no lo considera “una masacre”—, feminicidios, monumentos a la Legión en Madrid, fascistas en el Gobierno de Italia; combinar ese diagnóstico sin filtros, incluso agigantado en las artes para que pinche más —las artes pueden ser hiperbólicas, el periodismo no—, con el margen de maniobra posible para evitar la catástrofe. Pegar el volantazo antes del accidente. El pronóstico de una realidad difícil no siempre invita a bajar los brazos —”Moriremos. No hay nada que hacer”—. Tampoco la esperanza-chupachups tendría que estimular nuestra salivación mientras escuchamos cancioncillas como Non ti preoccupare, non ti preoccupare susurradas por las palomitas desde la sartén en que se achicharran. La campaña Basta de distopías, promovida por el Ministerio de Derechos Sociales, emborrona tanto la realidad como la hipotética reposición de Los mundos de Yupi. Las distopías son hipérboles preventivas. No son un género perverso por definición; tampoco la utopía es siempre benigna. Depende del uso que se haga de ellas. Decir “basta de distopías” es tan absurdo como decir “basta de epigramas, poesía elegiaca, novelas de espías”. No sé si la realidad será distópica, pero parece que las distopías como representación del mundo no son culpables de explotaciones ni guerras. Quizás subrayar el horror provoque incomodidad y a veces la esperanza —el movimiento— surge de la lucidez respecto al daño. La mala leche no es solo respuesta visceral: puede ser fruto de la meditación. Temo que la izquierda se equivoque glaseando el veneno. Yo no soy la que corta la luz: no me defenestren por haber tenido la premonición que, acto seguido, relato.
Desacostumbradamente bajamos por Génova hacia Colón, nos sobrecogemos con el volumen brutal de la bandera de España, subimos por Goya. Sobre un tejado, una muchachada hace botellón y, por primera vez, acudimos a un policía nacional. Hablar con la Policía nos da reparo. Somos gente antigua. Caminamos por Goya y me sale al encuentro una dependienta. Me ofrece probar una crema antiojeras. Me siento un poco insultada, pero, también por primera vez, acepto. Me untan el engrudo solo en un ojo. Nos vamos a los cines de Narváez, donde veo la película con la sensación de ser muy bella del lado derecho, y muy anciana del izquierdo. Volvemos a casa pensando que hemos pasado una tarde rara. “Algo no va bien”. “No seas pejiguera. Cae mal la gente pejiguera”, reímos. Al día siguiente, nos confinan: la rareza de nuestro paseo, la percepción de habitar una distopía, ha sido una señal. Existen señales mágicas y otras tangibles, enormes, como rocas en la carretera: valla de Melilla, muertos. Necesidad del volantazo. Sin azúcar.