La democracia consiste en fracasar
Si Gabriel Boric y sus aliados no renuncian a vencer de antemano, perderán siempre, y esa enseñanza sirve para todos los países
Ante un malentendido, las personas elegantes suelen decir “me he explicado mal”; como los amantes que, al abandonar a su pareja, subrayan “no eres tú, soy yo”, o el editor que rechaza un manuscrito que pondera magnífico, casi una obra maestra, pero no encaja en la línea editorial. Casi todas estas personas elegantes creen que la culpa es del otro, pero le conceden la dignidad de la retirada. La política no gasta estas delicadezas. En el mejor de los casos, cuando un gobernante se envaina una ley o pierde unos comicios recurre al “no me he explicado bien”, pero a poco que se caliente dirá que e...
Ante un malentendido, las personas elegantes suelen decir “me he explicado mal”; como los amantes que, al abandonar a su pareja, subrayan “no eres tú, soy yo”, o el editor que rechaza un manuscrito que pondera magnífico, casi una obra maestra, pero no encaja en la línea editorial. Casi todas estas personas elegantes creen que la culpa es del otro, pero le conceden la dignidad de la retirada. La política no gasta estas delicadezas. En el mejor de los casos, cuando un gobernante se envaina una ley o pierde unos comicios recurre al “no me he explicado bien”, pero a poco que se caliente dirá que el pueblo ha votado mal. Desagradecido, ignorante, alienado por los poderes oscuros, gañán y embrutecido, el pueblo (o la gente, como se dice ahora) se resiste a ser salvado por expertos en Antonio Gramsci y directores de departamentos de estudios culturales, que no entienden qué ha podido fallar en sus teorías tan elocuentes.
El presidente chileno, Gabriel Boric, ha sido mucho más autocrítico que sus compañeros de viaje, y parece haber entendido algo que a los activistas más contumaces les parece inverosímil: que la democracia consiste en fracasar. No en perder, que es lo que ha hecho el Gobierno de Chile. Fracasar es otra cosa. El fracaso requiere una predisposición a la impureza y a reconocer el derecho a la existencia del otro. Exige renunciar a los ideales y a los programas de máximos para trabajar en el ingrato campo de lo posible. Quien no es capaz de aceptar la imperfección del mundo escribirá cartas muy bellas a los Reyes Magos, pero muy malas constituciones.
Los otros son una lata. No el infierno, como decía el filósofo francés, pero sí una molestia. Las cosas serían más fáciles si todos se parecieran a nosotros y soñaran con el mismo mañana. En nuestra vida individual podemos elegir a los amigos y hasta renegar de nuestra familia, para fabricarnos un mundo a nuestro gusto, pero los países democráticos no son clubes privados que seleccionan a sus miembros. Ningún grupo político puede ignorar a una parte de la sociedad, por muy antipática que le caiga. Los ciudadanos de una nación no tienen que quererse, incluso tienen derecho a odiarse, aunque reconociéndose siempre el mismo derecho a habitarla. Una buena Constitución es aquella que dice que el único triunfo del todo es el fracaso de las partes. Si Boric y sus aliados no renuncian a vencer de antemano, perderán siempre, y esa enseñanza sirve para todos los países.