Odio infinito

La Audiencia de Valencia recoge en una sentencia la potencia dañina de las redes sociales tras los ataques a un niño de ocho años con un cáncer terminal que quería ser torero

Adrián, con tres de los toreros que participaron en el festival taurino solidario en octubre de 2016.Manuel Bruque/EFE

Se llamaba Adrián Hinojosa. Tenía ocho años, un cáncer terminal y una ilusión que le había inculcado su abuelo: ser torero. En octubre de 2016, en la plaza de toros de Valencia se celebró un festival benéfico para homenajearlo y recaudar fondos para la Fundación de Oncohematología Infantil del Hospital Niño Jesús. El pequeño salió a hombros, muy contento. ”Mi hijo estaba feliz”, explicó su padre, Eduardo, a EL PAÍS. Las ...

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Se llamaba Adrián Hinojosa. Tenía ocho años, un cáncer terminal y una ilusión que le había inculcado su abuelo: ser torero. En octubre de 2016, en la plaza de toros de Valencia se celebró un festival benéfico para homenajearlo y recaudar fondos para la Fundación de Oncohematología Infantil del Hospital Niño Jesús. El pequeño salió a hombros, muy contento. ”Mi hijo estaba feliz”, explicó su padre, Eduardo, a EL PAÍS. Las imágenes del acto llegaron a las redes sociales y entre los mensajes de apoyo se colaron otros deleznables:

—“Qué gasto más innecesario se está haciendo con la recuperación del niño este que tiene cáncer, quiere ser torero y cortar orejas”.

—“No lo digo por su vida, que me importa dos cojones, lo digo porque probablemente ese ser está siendo tratado en la sanidad pública, con mi dinero”.

—“¿Que qué opino? Yo no voy a ser políticamente correcta. Qué va. Que se muera, que se muera ya. Un niño enfermo que quiere curarse para matar herbívoros inocentes y sanos que también quieren vivir. Anda yaaa! Adrián, vas a morir”.

—“Patético que defendáis a un niño que prefiere matar a un animal, ojalá el Adrián mate a vuestra madre y se muera”.

Murió seis meses después. Aún no había cumplido nueve años.

En septiembre de 2019, se celebró el juicio contra los autores de esos mensajes, tres adultos. Manuel O. C., de 21 años, alegó que decir “me importa dos cojones” es “una expresión muy andaluza”, que su tuit era “económico” y que no merecía reproche porque ya había pedido disculpas. Aizpea E. O., de 33, aseguró que cuando deseó la muerte de Adrián lo hizo “en caliente” y que luego se arrepintió y lo borró de su perfil de Facebook, pero alguien había hecho ya una captura, lo que multiplicó su difusión. Bryan E. S. L., de 18, dijo que estaba enfadado cuando escribió aquella frase, que sabía que haría daño y que fue una estupidez. El Juzgado de lo Penal número 2 de Valencia los absolvió, al considerar que, siendo “crueles” sus comentarios, no reunían “la entidad suficiente” para constituir un delito contra la integridad moral. “El Código Penal no puede convertirse en la primera respuesta a este tipo de acciones”, señala su fallo. El juez apreció “alardes macabros”, “incontinencia escrita”, “enfado momentáneo”, “lenguaje desacertado”, pero no un delito de odio. Tampoco podía calificarse de injurias lo que no era más que “palmario mal gusto”, añadía.

La Audiencia Provincial de Valencia, sin embargo, estimó el recurso presentado por la Fiscalía y el padre del menor y condenó el 30 de junio a los tres internautas por un delito contra la integridad moral a una multa de 720 euros y a pagar cada uno a los padres de Adrián 3.000 euros por perjuicios y daños morales. “La consideración que la sentencia otorga a estos términos de poco empáticos y simplemente mal sonantes, realmente no se entiende”, afirma. “Las justificaciones expuestas carecen de simple lógica jurídica”, añade. La Audiencia reflexiona además sobre el poder de Twitter y Facebook para extender el odio sin límites: “Son frases que, una vez introducidas y reproducidas en el ámbito de las redes sociales, adquieren instantáneamente un estado absoluto de permanencia en el tiempo, fuera de todo control o posibilidad de neutralización de las capturas y reproducciones que se puedan haber hecho (…), pues una vez desprendido el autor de su pensamiento escrito, los dueños que pueden ir encadenándose son infinitos, como así ocurrió en el presente caso”. El tribunal recuerda lo obvio, “la inocencia” de un menor de ocho años cuando dice que quiere ser torero, destaca que los autores de esos mensajes conocían su edad y circunstancias y subraya que sus comentarios crueles destruyeron “los momentos breves de felicidad” que el homenaje en la plaza de toros había hecho vivir al pequeño.

Ya sabíamos que Twitter es un fértil terreno para el odio. Un tribunal entiende ahora que este puede ser infinito e incontrolable gracias a la potencia de esa herramienta de comunicación. Una de las condenadas es madre. Pero ni siquiera eso impidió que volcara su rabia contra el hijo de otra. ¿Tan enfadados están algunos en las redes sociales como para no querer distinguir a un niño de un adulto? ¿Para no respetar el último deseo de un enfermo de ocho años? Da que pensar.

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