Tribuna

Forzados a bajar el ritmo

Ante las restricciones que obligan a reducir la actividad, conviene distinguir entre la elección individual y consciente de vivir más lentamente y su imposición desigual sobre la población a golpe de penalidades

Colas en el control de seguridad del aeropuerto de Schiphol, Ámsterdam, el pasado 19 de julio.Imane Rachidi (EFE)

“Hay algo más en la vida que aumentar su velocidad”, dice un enorme cartel en el metro de Delhi con la efigie de Mahatma Gandhi. Se apela a la paciencia de los viajeros ante las colas que, inevitablemente, generaban las medidas sanitarias impuestas hasta hace poco y que obligaban a cada pasajero a someterse a un control de temperatura corporal y a desinfectarse las manos, además de su habitual paso por el detector de metales, tanto de su persona como sus pertenencias. Un procedimiento similar al que se aplica en la actualidad en numerosos museos, edificios públicos y aeropuertos de todo el mun...

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“Hay algo más en la vida que aumentar su velocidad”, dice un enorme cartel en el metro de Delhi con la efigie de Mahatma Gandhi. Se apela a la paciencia de los viajeros ante las colas que, inevitablemente, generaban las medidas sanitarias impuestas hasta hace poco y que obligaban a cada pasajero a someterse a un control de temperatura corporal y a desinfectarse las manos, además de su habitual paso por el detector de metales, tanto de su persona como sus pertenencias. Un procedimiento similar al que se aplica en la actualidad en numerosos museos, edificios públicos y aeropuertos de todo el mundo, esto es, un control de seguridad seguido de un control sanitario o a la inversa. Solo que en este caso hablamos de un lugar de tránsito masivo como es el metro de la capital india. No es difícil imaginar lo fastidioso de este ritual en hora punta y la necesidad de invocar la calma de los viajeros para evitar desbordamientos.

Vivimos en un extraño impasse en el que esperamos que todo siga yendo rápido, especialmente nuestros desplazamientos que seguimos considerando tiempo perdido. Pero la realidad que se nos impone es otra muy distinta. No sólo los accesos a los espacios públicos se someten a más controles, también la entrada a otros países. Se exigen más formularios y permisos —sanitarios y de otro tipo— para cruzar fronteras. Esto se traduce en la necesidad de más controles en los aeropuertos y otros puntos fronterizos. La falta de personal para realizar esta labor de revisión tras la reducción de su número durante la pandemia hace que se generen interminables colas y retrasos en estos lugares de tránsito. Según algunos medios, en el caso de los aeropuertos, muchos de los 2,3 millones de trabajadores del sector que perdieron su empleo en los dos últimos años han encontrado otras salidas laborales y no quieren volver a trabajar en aquel por sus penosas condiciones. A su vez, numerosos viajeros prefieren quedarse en casa, o al menos en su país, antes que correr el riesgo de echar a perder sus vacaciones por una PCR positiva previa al viaje o un vuelo anulado. Si viajar se convierte en una experiencia poco agradable —y esa parece ser la tendencia— menos gente viajará, lo que, en principio, son buenas noticias para el planeta. Con vistas a reducir emisiones y mitigar el cambio climático es posible que a los gobiernos les interese que continúe la tendencia. El problema, como sabemos, es que las colas, las cancelaciones y otras dificultades no afectan a todo el mundo por igual. Aquellos que viajan en condiciones privilegiadas evitando largas filas y tiempos de espera seguirán muy probablemente disfrutando de estas ventajas.

A esta ralentización forzosa de los desplazamientos de una mayoría de la población, se suman las temperaturas cada vez más altas en todo el mundo que obligan, asimismo, a cada vez más personas a bajar el ritmo de su actividad. En las latitudes más septentrionales, a menudo se consideran hábitos como la siesta el síntoma de una pereza congénita en los habitantes de las zonas más cercanas al trópico. Quizá, con la globalización del calor, se empiece a entender mejor que resulta difícil realizar cualquier actividad en condiciones cuando se superan los 30 y 40 grados de temperatura. Se impone, así, un uso más generalizado del aire acondicionado. Si en la actualidad se calcula que estos aparatos consumen un 10% de toda la energía eléctrica del mundo, se estima que, en países en crecimiento como la India, lleguen a suponer el 45% de su consumo eléctrico para 2050. Al mismo tiempo, vemos cómo en algunas regiones del mundo la energía eléctrica amaga con convertirse en un bien de lujo, incrementando, nuevamente, las desigualdades. Los que puedan permitirse espacios interiores con aire acondicionado serán los que mejor sobrelleven el aumento de las temperaturas y puedan mantener el ritmo de su actividad. A los demás no les quedará, o no nos quedará, más remedio que bajar el ritmo de la nuestra durante las horas más calurosas del día.

La visión idealizada de un Oriente parsimonioso, centrado en el momento presente en lugar del siguiente, como el ejemplo a emular para salir de la vorágine capitalista occidental, tiene en frases como la atribuida a Gandhi su fundamento. Vivir despacio, saboreando y agradeciendo cada instante, resulta un concepto sumamente atractivo para todo aquel que se siente atrapado por las exigencias de un modo de vida en exceso veloz. Sin embargo, conviene distinguir entre la elección individual y consciente de ese vivir más lentamente y su imposición desigual sobre la población a golpe de penalidades. Interiorizar la mesura y la paciencia lleva su tiempo. Habrá quien diga que carecemos de ese tiempo y que no queda más remedio que forzar a la mayoría de occidentales, por las malas, a llevar una vida más lenta y frugal.

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