Malacrianza

La “obsesión antinorteamericana” es trastorno complejo y universal, en modo alguno exclusivamente latinoamericano

El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, junto a su homólogo de EE UU, Joe Biden, durante un encuentro oficial en Washington, el 12 de julio.KEVIN LAMARQUE (REUTERS)

Es americanismo por “malcriadez”, otro americanismo.

Yo añadiría a la acepción que ofrece la Real Academia —“cualidad del malcriado”—, la de futilidad. ¡Cuán inane resulta desairar la Cumbre de las Américas que convocó Biden para junio pasado porque no invitaron a sus tres amigos dictadores. Solo para aceptar ...

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Es americanismo por “malcriadez”, otro americanismo.

Yo añadiría a la acepción que ofrece la Real Academia —“cualidad del malcriado”—, la de futilidad. ¡Cuán inane resulta desairar la Cumbre de las Américas que convocó Biden para junio pasado porque no invitaron a sus tres amigos dictadores. Solo para aceptar ir a Washington con una lista de deseos y dejar, una vez más, pendiente el grave problema migratorio que hace ya largo tiempo dejó de ser exclusivamente mexicano.

Detenerse en la malcriadez latinoamericana que, de tiempo en tiempo, signa nuestras relaciones diplomáticas con Washington brinda ocasión de reírnos de nuestra necia majadería patriotera sin que por ello deba uno olvidar los muchos perjuicios que nos han hecho los gringos. Conviene recordar, sin embargo, como observa Moisés Naím, que muchos de nuestros males han sido fruto de decisiones tomadas, no en Washington, sino en nuestras capitales.

Con todo, la “obsesión antinorteamericana”, como hace ya veinte años la llamó Jean-François Revel, es trastorno complejo y universal, en modo alguno exclusivamente latinoamericano. Tiene haz y envés y, entre nosotros, uno de ellos, ¡o ambos!, es la fascinación que aún ejerce la Revolución Cubana.

Entre políticos latinoamericanos elegidos democráticamente es hoy de buen tono coquetear con La Habana y dragonear así de independencia y soberanía frente a Washington. La Habana ha sabido siempre sacarle provecho a esa debilidad que, a decir verdad, nunca deja, en lo doméstico, de rendir resultados electorales. No siempre fue así.

El desaparecido Carlos Andrés Pérez, uno de los primeros paladines de las reformas económicas inducidas por el consenso de Washington a fines de los años 80, patentó una modalidad de antiyanquismo performático latinoamericano: la toma de posesión con el comandante Fidel Castro como estrella invitada. Ausente Fidel, AMLO ha tenido que conformarse con Nicolás Maduro y el insípido Díaz-Canell.

Estas pantomimas del antiyanquismo sin consecuencias prácticas me recordaron al genial Antonio José Urbina, el hombre que impidió que una turba linchara a Richard M. Nixon durante una visita de Estado que el entonces vicepresidente de los Estado Unidos hizo a Caracas, en 1958.

Urbina, apodado “Caraquita”, era el jefe de la Juventud Comunista en Caracas durante la resistencia al dictador militar Pérez Jiménez, derrocado violentamente en enero de 1958. En mayo de aquel año, el Departamento de Estado organizó para Nixon una gira suramericana que resultó un fiasco de relaciones públicas hemisféricas.

El momento culminante de aquella desventurada gira fue una violenta manifestación callejera de repudio a Nixon, organizada por Caraquita, ante el apoyo brindado por su Gobierno a la dictadura.

Se vivía entonces un auge de masas antiyanqui, avivado por los agitadores comunistas. El gobierno provisional no tenía interés en contrariar los ánimos del populacho y descuidó deliberadamente la seguridad del ilustre visitante. Fue entonces cuando la caravana de Nixon fue emboscada por la turba en las estrechas calles del centro de la ciudad. Una portada de la revista Life del 26 de mayo de aquel año muestra a los hombres de Caraquita pateando la puerta del Cadillac.

Instantes después de la pateadura captada por el fotógrafo de Life, la turba comenzó a zarandear el Cadillac. Caraquita recordaría años más tarde el momento en que, encimado sobre el automóvil, pudo ver a los agentes del Servicio Secreto desenfundar sus armas. Pudo ver a la señora Patty y a Nixon, circunspectos y lívidos.

Caraquita había visto linchar, muy de cerca y hacia solo semanas, a odiados agentes de la policía política del derrocado Pérez Jiménez. La rabia contra el dictador y sus amigos de Washington aún no se había extinguido. ”Si la turba lograba hacer volcar el carro, con seguridad sacarían a Nixon y lo lincharían”.

“Tuve un fogonazo de real politik”, contaría muchos años después. “Ese hombre asustado en el asiento trasero del Cadillac era el vicepresidente de los Estados Unidos y estábamos en 1958, ¡la era John Foster Dulles, mi hermano!: si la turba arrastraba a Nixon a la calle y lo mataban, detrás vendría la 82ª División Aerotransportada y hasta ahí llegaba la película del gobierno provisional”.

De un salto, Caraquita se plantó ante el Cadillac y ordenó a sus hombres despejar a toda costa una vía de escape sin dejar en ningún momento de mentarle la madre al imperialismo yanqui ni vociferar Nixon go home.

Así obligaron a un camión lleno de camarógrafos de prensa a obrar como ariete y abrir paso a la caravana entre la multitud vociferante. La versión del incidente que da Nixon en su libro Seis crisis no desmiente en ningún punto el relato de Caraquita.

“Todo en su justa medida: total, ya habíamos pateado la carrocería y roto las ventanillas del Cadillac”, decía mi amigo. “Eso bastaba como declaración. Linchar a Nixon en el centro de Caracas habría sido una malacrianza, no sé si me explico”.

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