Cinco segundos
Así se respira Pamplona desde el andén, apenas bajar del vagón del tren y ahogarse en una marea multitudinaria donde miles de personas se visten con el uniforme blanco de San Fermín
Ahora que lo escribo me parece haber pasado 48 horas en cinco segundos. Cinco con letras y no guarismo para subrayar el espejismo; cinco o siete segundos de sueño para una desvelada de madrugada incierta en la que mi necedad se empeñó en terminar la relectura de una novela de Hemingway y luego, un minucioso libro de Lesley M.M. Blume que se quemó las pestañas durante cinco años ―¿o cinco segundos?— para hacer la precisa disección de esa misma novela. El libro de Hemingway se conoce en español como ...
Ahora que lo escribo me parece haber pasado 48 horas en cinco segundos. Cinco con letras y no guarismo para subrayar el espejismo; cinco o siete segundos de sueño para una desvelada de madrugada incierta en la que mi necedad se empeñó en terminar la relectura de una novela de Hemingway y luego, un minucioso libro de Lesley M.M. Blume que se quemó las pestañas durante cinco años ―¿o cinco segundos?— para hacer la precisa disección de esa misma novela. El libro de Hemingway se conoce en español como Fiesta (a veces, incluso con signos de admiración que –en inglés—serían “de exclamación”), cuando su original título en inglés es The Sun Also Rises, meditadamente elegido por el autor por ser frase bíblica, tomada del Eclesiastés, y que por lo menos podrían haber traducido al español como Amanece, que no es poco.
Debo al gran periodista Rubén Amón que, de casta le viene lo galgo, y al incansable equipo del canal Toros de Movistar la invitación para alargar el desvelo de lecturas, volar en tren y llegar a Pamplona para prolongar el delirio más alucinante posible. Televisión Española gasta una fortuna en la transmisión diaria de los encierros de Pamplona (olvidando que hay cientos de pueblos y ciudades de España y el planeta de los toros que mantienen intacto el ritual peligroso del traslado de los toros bravos hacia la plaza), pero una vez que termina la parafernalia publicitaria y turística de las carreras, y las prisas; una vez que ya se cronometraron las manadas de bovinos en vuelo; una vez que se habla hasta de los cabestros… se proyectan en cámara lenta los corneados, los golpes y los cientos de tropiezos, pero todo eso se esfuma y no se menciona absolutamente nada de que esos animales han de ser lidiados y muertos a estoque por la tarde. ¡Ala, que lo que mola es la juerga!
Así se respira Pamplona desde el andén, apenas bajar del vagón del tren y ahogarse en una marea multitudinaria donde miles de personas se visten con el uniforme blanco con pañoleta roja al cuelo y cinta cardinalicia en la cintura. Alpargatas, de preferencia blancas, aunque si son de la marca Nike, mejor para fingir que se corre o se corre de veras con los cuernos del tiempo a la espalda. Eso es: el tiempo pasa en cinco segundos…
Un suspiro de ruido implacable, el zapateo de la adrenalina para que —a diferencia del televidente— los testigos congelen el tiempo, el siglo entero en cinco segundos. Cinco segundos que tardan en pasar por delante de un torso o del campo visual o del sistema nervioso central seis mastodontes con las astas en puntas, dos cuernos con muerte en cada punta afilada y por allá cae un jugador de baloncesto que vio de Ohio para hacer su propia historia o las chicas que corren en coro para asombro del machismo en extinción o el viejo canoso que lleva treinta años corriendo la vida… cinco segundos.
Rubén Amón y canal Toros Movistar me llevaron a esa nube delirante con el fin de rebuscar al fantasma de Ernest Hemingway y con los párrafos desvelados y una boina vasca que me calcé como turista (echada hacia atrás como el gringo Hemingway y no por delante como la usaba Pío Baroja). Puras dualidades y dicotomías, contradicciones y complejos complementos, porque hablamos del periodista del diario Toronto Star que se volvió Premio Nobel del Literatura, del cronista de lo verificable que se volvió príncipe de lo impalpable, el de la Teoría del Iceberg donde la pros sólo insinúa la punta de una inmensa masa submarina que ha de ser inventada-inferida o insinuada por cada lector. Hemingway de escultura en piedra, el único monumento a un aficionado al filo de una plaza de toros y el republicano que volvió a España casi de incógnito para no tener líos con la dictadura de Franco… Hemingway que se hacía llamar Papa desde antes de procrear a su primer hijo y que la vida y su enfermedad bipolar marcaron las sucesivas paternidades… y el cronista guía del libro Muerte en la tarde donde sin ficciones intenta explicar el arte de la tauromaquia con mucho conocimiento de causa y efecto, aunque nunca se imaginó que Pamplona se volvería lo que es hoy.
En muchos aspectos y debido a la globalización que debemos a Hemingway, miles de personas aceptan vestirse de pantalón y camisa blanca, con pañuelo rojo al cuello y al cinto, ignorando que en tiempos (de Hemingway y mucho antes) los mozos vestían de pana, corrían no pocos con corbata y boina negra y se han congelado en sepia –a un siglo o en cinco segundos—de inalcanzable distancia del oleaje etílico, la masificación de la juerga y esta ensordecedora boruca continua que no cesa desde el amanecer de los encierros (que los gringos llaman The Running of the Bulls) hasta la madrugada de cada uno de los días que dura cada Feria de San Fermín, el diminuto santito varón que extiende su capa para hacerle el quite a tanto mozo mareado que se juega la vida a milímetros escasos de los cuernos mismos del tiempo.
Hablamos de Hemingway y por ende de que se portó como un hijo de la chingada (excuse my French!) no sólo con John Dos Passos, por el martirio de José Robles (que merece otra columna) sino con cada uno de los acompañantes que se le volvieron personajes de Fiesta. Era su primera novela y el joven que aún no portaba barba quería comerse el mundo a puños y se proponía revolucionar eso que llamamos Literatura con mayúscula y librarse de la esclavitud reporteril del periodismo de trinchera y de paso, cargarse-cagarse en todas sus amistades y todo cuanto se le ponía enfrente en la carrera a la gloria y al Nobel con periódico enrollado en mano, boina al vuelo y pañoleta roja al cuello. Hemingway el admirable que cuaja cuentos perfectos habiendo logrado grandes párrafos en periódico y Hemingway el descerebrado y caprichoso rey de las dicotomías: el cazador de leones que se enfermaba del estómago lejos de la selva, el teórico taurino que no pocas veces pecaba de villamelón, el boxeador frustrado que dicen que en realidad no ejecutaba tan bien como lo presumía aquello de la dulce ciencia de los puños… y el macho-macho man que ahora que pasa el tiempo en cinco segundos de anécdotas o de hechos probables vivía la dicotomía de su masculinidad tal como el personaje que es él mismo en Fiesta intenta ocultar su impotencia sexual, así el Barbas desdeñó o renegó de su más que cercana amistad con Sidney Franklin, el torero de Brooklyn que fue su cicerone en el arte de la tauromaquia, matador de toros gringo que se codeó con grandes figuras del toreo y que era homosexual atormentado no sólo por los estigmas del mundo, sino por la cornada de 35 centímetros en el recto que le pegó un toro en Valencia y que Hemingway no dejaba de mentarle en broma, años después de los locos años veintes, cuando Sidney dormía con Hemingway (hasta que llegó Martha Gelhorn al relevo) en una habitación del Hotel Florida en plena Gran Vía de Madrid, en plena Guerra Incivil, donde el inmenso monstruo de las letras combinaba ir a echar tiros a la Complutense con la ingesta de vodka con los rusos o bourbon con los milicianos de la Brigada Lincoln.
He visto a jóvenes y viejas, rubias y gordas, ancianos y adolescentes de botellón constante y muchos niños que parece elevarse con sus globos de colores y he visto correr al filo de cuernos a una musa anónima y a los mozos de siempre y me consta que al llegar a la plaza, una vez que pasa y entra la manada completa, le cierran el portón en las narices a los últimos encarrerados… y he visto a uno que corría por detrás de los Miuras que logra librar el portonazo porque se lanza como quien rompe el Túnel del Tiempo, justo cinco segundos antes de que se cierre la plaza y releído y visto la sombra de Hemingway como enigma envuelto en misterios en conversación con Amón y terciando con el Maestro Luis Francisco Esplá (el único torero que brinda cátedra de gran intelecto y cultura lo mismo en el ruedo que en el Ateneo o la Real Academia) y hablamos del pasado de tantas décadas que se decanta en cinco segundos sobre la arena de una plaza enloquecida donde los tendidos se llenan hasta la bandera dos veces al día (por la mañana por el encierro y la suelta de vaquillas con cuernos embolados para bajarle la borrachera y las ansias a los jóvenes del actual reguetón y por la tarde, en corridas donde la mitad de la plaza no sabe ni los nombres de los matadores) y aquí la ronda cabalística de tres toreros con tres banderilleros que redefinen el Universo lidiando a muerte dos veces tres (Seis Toros Seis) bellísimos animales que se extinguirán irónicamente por obra de los llamados animalistas que ignoran todo el mareo filosófico, artístico, estético, sociológico… y económico de la Fiesta, no novela, sino la que genera millones de euros para la Casa de la Misericordia que hace empresa en Pamplona desde hace décadas para sostener al asilo de anciano y no poca asistencia social que irrumpe de pronto en el torbellino de los tendidos, tan serios y secos en Sombra a contrapelo de las peñas que se asan al Sol, cantando durante toda la corrida y brindando durante todas las horas… y aquí el AlcohólicoNoAnónimo que intenta lidiar con su sobriedad y saldar cuentas con Hemingway y la constante dicotomía entre los puros cuentos y las crónicas veraces, entre la prosa irracional de las novelas y los párrafos pensantes del ensayo donde se evade lo inverosímil e inverificable para insistir en andar las ideas hacia una verdad… habiendo tantas mentiras… y pasan las horas y escasea el sueño y uno amanece para cantar el Pobre de mí/Pobre de mí/se acaban las Fiestas de San Fermín a la medianoche de la última corrida, habiendo cantado a 20.000 voces El Rey de José Alfredo Jiménez y en el mareo –sobrio y sin resaca—uno se siente aliviado porque parece olvidar la cruda resaca de los años etílicos y porque parece que la Pamplona de Hemingway sigue intacta aunque ya no exista y por obvio volver a ver la película de Fiesta que protagoniza Ava Gardner (que jamás pisó Pamplona) con Tyron Power y de paso, Erroll Flynn con escenarios de México (incluso, el Castillo de Chapultepec) para engañarnos la vista con una Pamplona inasible… como la Literatura misma y el fantasma de los grandes autores y las horas que se evaporan sobre una tasa de café, intentando torear al-alión con el sabio Esplá hasta que las espadas del reloj nos advierten que faltan once minutos para que arranque el tren que nos ha de llevar de vuelta a Madrid y el taxista que llegar al minuto y que vuela hacia la estación sin haber tenido que confiarle la prisa y la carrera hacia el andén como quien intenta un par al cuarteo y subir al vagón con el último aliento para que alguien cierre la puerta y otro arranque la máquina sobre los rieles… a los cinco segundos.