La sociedad de los pardillos
La alfabetización mediática en todos los niveles de edad es imprescindible para proteger una democracia y evitar que la segregación digital siga avanzando
Acaba de colarse en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales colombianas un candidato, Rodolfo Hernández, que se proclama en su cuenta de Twitter, a los 77 años, el Rey del TikTok. Hernández ha seguido al pie de la letra la hoja de ruta de otros candidatos populistas: ha rechazado los...
Acaba de colarse en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales colombianas un candidato, Rodolfo Hernández, que se proclama en su cuenta de Twitter, a los 77 años, el Rey del TikTok. Hernández ha seguido al pie de la letra la hoja de ruta de otros candidatos populistas: ha rechazado los debates y las entrevistas con los medios tradicionales y se ha tallado, gracias a las redes sociales, la imagen de un político transgresor, divertido y sin complejos. Les sugiero que echen un vistazo a su cuenta de TikTok (@ingrodolfohernandez), que constituye un valioso catálogo del nuevo marketing político, cuyo objetivo es convertir al candidato en un ser emocionalmente irresistible. Más de medio millón de personas siguen la campaña de Hernández a través de sus vídeos, llenos de bailes, memes, colores alegres, mensajes sencillos y mucho humor. Un carrusel de estímulos para divertir al elector, sumarlo a la fiesta y provocar a su vez que invite a otros a la fiesta a través de los botones propulsores de la difusión, como el de me gusta o el de compartir. Las comunidades emocionales, más que las comunidades de ideas, se construyen con sorprendente facilidad en las redes sociales y generan adhesiones electorales que candidatos como Hernández han sabido aprovechar muy bien. El próximo día 19 se medirá en las urnas con el candidato progresista Gustavo Petro.
La manipulación emocional sobre la que se basan la historia y el éxito de las redes sociales desde sus inicios tiene un gran aliado: nuestra propia ignorancia sobre el fenómeno. Llevamos más de una década dedicando gran parte de nuestro tiempo de ocio a consultar noticias a través de Twitter o a mirar las fotos de los eventos de amigos y familiares que viven en otras ciudades, incluso en otros países. Nos felicitamos porque, gracias a las redes sociales, hemos tejido nuevas amistades, encontrado recetas estupendas o pequeños hoteles escondidos. Incluso algunos nos ganamos la vida gracias a ellas. Una a una, las plataformas sociales se han ido deslizando en nuestros móviles, tabletas y ordenadores en una lenta pero segura conquista de nuestras sociedades. Todas son gratuitas. Quizás ha llegado la hora de preguntarnos cuál es el precio que estamos pagando por ellas.
En este estado de cosas, quizás podríamos establecer una nueva brecha social: la que separa a los pardillos de la nueva élite, la que conoce el funcionamiento de las redes sociales, sus efectos y peligros y usan ese conocimiento en su provecho. Una mayoría ingenua en sus rutinas de uso de las redes sociales frente a una nueva categoría de ilustrados digitales que sabe proteger su privacidad, utilizar la manipulación emocional en política o lucrarse con la venta de datos personales del resto de la población.
Quizás ha llegado el momento de ir a clases de Facebook, a talleres de Twitter y TikTok, prácticas de Instagram o exámenes de WhatsApp o Telegram. La alfabetización mediática en todos los niveles de edad se revela ahora imprescindible para proteger una democracia y evitar que la segregación digital siga avanzando. Necesitamos conocer el corazón y las tripas de las plataformas y la forma en que impactan sobre el comportamiento social, familiar, emocional o electoral; comprender cómo el espacio cívico en el que nos informamos y debatimos ha mutado. Convendría, en fin, redefinir los contornos del nuevo ecosistema y decidir, de nuevo, con conocimiento de causa.