La mirada quieta (de Pérez Galdós)

Al leer ‘La mirada quieta’ volví a sentir esa mezcla de emoción, asombro, acuerdo, gratitud y ganas de compartir de viva voz con gente querida

El escritor Mario Vargas Llosa presenta su libro 'La mirada quieta: (de Pérez Galdós)', este año en Madrid.Europa Press News (Europa Press via Getty Images)

El primer galdosiano que conocí se llamaba Norberto Díaz Granados, era colombiano y “en aquel tiempo remoto” su oficio era el de libretista de telenovelas.

Epígonos de Pedro Camacho, el inmortal personaje de La tía Julia y el escribidor, de Mario Vargas LLosa: eso no más éramos Díaz Granados y yo en Caracas a fines de los años 70 del siglo pasado: escribidores de culebrones.

Ocurrió que un presidente de la república sucedió a otro del partido contrario –algo que no ha vuelto a ocurrir en Venez...

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El primer galdosiano que conocí se llamaba Norberto Díaz Granados, era colombiano y “en aquel tiempo remoto” su oficio era el de libretista de telenovelas.

Epígonos de Pedro Camacho, el inmortal personaje de La tía Julia y el escribidor, de Mario Vargas LLosa: eso no más éramos Díaz Granados y yo en Caracas a fines de los años 70 del siglo pasado: escribidores de culebrones.

Ocurrió que un presidente de la república sucedió a otro del partido contrario –algo que no ha vuelto a ocurrir en Venezuela desde hace casi un cuarto de siglo—. Una expresentadora de noticiarios, antigua amante del nuevo mandatario, hizo valer lo que le restaba de influencia, quizá a modo de indemnización por cesantía, para llenar de amigos algunas plazas desiertas en la nómina del canal de televisión estatal.

Una buena amiga de la antigua amante era una joven actriz teatral. Alguna vez le tocó hacer un personaje llamado Bibi y así se quedó.

Debí haber dicho antes que Bibi era mujer de teatro y no solamente actriz; una mujer de teatro integral: diseñaba escenografías y vestuarios; figuraba en el elenco secundario del por siempre incipiente cine nacional; actuaba, no la achicaban las tareas de producción y por aquel entonces cultivaba el designio de hacerse dramaturga y trabajar como guionista de televisión.

Los directivos del canal se curaron en salud—¿quién quiere pelearse con alguien que a lo mejor se reconcilia con el Jefe?—extendiéndole a Bibi un contrato básico como guionista. Contaban con que ella se limitaría a cobrar quincenalmente su salario, sin dejarse ver jamás por la televisora, mientras seguía actuando en piezas de Enrique Buenaventura con una compañía teatral subsidiada por el Ministerio de Cultura. Se equivocaron de medio a medio: Bibi quería llevar a la pantalla chica una obra de Pérez Galdós: Fortunata y Jacinta (1887).

Fue por eso que la gerencia nos había llamado a don Norberto y a mí: Bibi había solicitado también gente experimentada como colibretistas. Yo no conocía personalmente a don Norberto, un nombre legendario cuya fama se remontaba a los tiempos de la radio. Me cayó estupendamente.

Tampoco conocía a Bibi, aunque la admiraba a distancia por su belleza y su actividad en el teatro, pero en cosa de minutos nos amistamos todos para siempre. El pegamento fue la franqueza con que Bibi, al quedarnos a solas, nos confió, sin melindres pero obviamente muy preocupada, que solo había visto una vez en su vida la película de Angelino Fons (1969) en la que Emma Penella hizo de Fortunata y Liana Orfei de Jacinta.

Le había gustado tanto que, sin poder explicarse bien por qué, propuso al canal hacer una versión. Sin embargo, confrontada con los cuatro volúmenes de la Editorial Losada que consiguió prestados, comprendió que estaba en aprietos.

—Yo solo he escrito sketches cortísimos para Sopotocientos—, dijo, apenadísima.

Sopotocientos era un programa educativo para niños.

—No sé de dónde saqué esto de adaptar Fortunata y Jacinta. Pérez Galdós es mucho camisón pa’ Petra. Me da mucha pena, me dan ganas de renunciar.

Don Norberto dijo: “Déjese de vainas: usted necesita su chamba”. Se adueñó del caso y fue a hablar con los gerentes. Regresó muy pronto, con una solución para Bibi. Les había hecho ver que Bibi era una chamita [jovencita], talentosa, sí, pero aún muy jojota [poco experimentada] para correr las dos millas doscientos. Actuó como si fuese su agente y prometió que, en cosa de diez días, Bibi les entregaría una hora y media de teleteatro.

—Adápteles La carta [1927], de Somerset Maugham. En casa tengo una resma de versiones. Si quiere le presto, para que se ilustre, el guion de un radioteatro de Félix Pita Rodríguez, un autor cubano que no falla un trazo. Ahora déjenme hablarles de Pérez Galdós.

Fue así como comenzó mi trato lector con la colosal obra de Benito Pérez Galdós, afición que con seguridad no habrá de extinguirse jamás porque se trata de una inabarcable masa literaria. Y es que don Norberto propuso ir a almorzar a una trattoria de La Carlota y, haciendo camino a pie, comenzó un seminario sobre la obra de Pérez Galdós que se prolongó todo el tiempo que duró nuestra amistad.

Su facundia y entusiasmo me llevaron a leer no solo Fortunata y Jacinta, sino todo aquello que llevase su firma. Nazarín (1895) y Tristana (1892) eran sus favoritas. Conservo hasta hoy el ejemplar de La de Bringas (1884)que me regaló, antes perderlo de vista para siempre. Bibi murió en Madrid, hace ya algunos años.

Estos recuerdos, y otros muchos, aledaños todos de la memoria feliz que tengo de don Norberto, de mi juventud y del primer oficio que tuve alguna vez y que aprendí en un tiempo sin ordenadores ni “gerentes de contenidos”, me han venido asaltando desde que hace solo unos días terminé de leer La mirada quieta (de Pérez Galdós) (2022), de Mario Vargas Llosa. No sé cómo reseñar su libro.

Me ocurre con los ensayos literarios de Vargas Llosa que puedo recordar no solo los lugares donde me los topé por vez primera y las veces que los he leído y releído. También el pedacito de página en que figura tal o cual revelación inolvidable.

Al leer La mirada quieta volví a sentir esa mezcla de emoción, asombro, acuerdo, gratitud y ganas de compartir de viva voz con gente querida que experimenté leyendo por vez primera El viaje a la ficción: el mundo de Juan Carlos Onetti (2008).

Esta vez me ocurrió lo mismo que al leer su novela El Hablador (1987), hace más de treinta años. A cada cierto trecho murmuraba: “¡Ah, si don Norberto viviese aún y pudiese leer esto!”.

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