Por derecho propio
Mediante sus guerras culturales prefabricadas, la ultraderecha caricaturiza las posiciones de la izquierda y ocupa el centro del tablero político. Pero nuestros tiempos requieren algo tan audaz como un decidido elogio a la normalidad
Una de las maniobras más decisivas para la ultraderecha está siendo la de ocupar el centro del tablero político: cuando logras la réplica, logras también tu legitimidad como actor. De hecho, quien se sube a un escenario sabe que, más allá de la calidad de su interpretación, lo importante es el tiempo que aparece situado bajo la luz de los focos. De ahí que los ultras, y sus múltiples afinidades mediáticas, se afanen en que el debate público gire ...
Una de las maniobras más decisivas para la ultraderecha está siendo la de ocupar el centro del tablero político: cuando logras la réplica, logras también tu legitimidad como actor. De hecho, quien se sube a un escenario sabe que, más allá de la calidad de su interpretación, lo importante es el tiempo que aparece situado bajo la luz de los focos. De ahí que los ultras, y sus múltiples afinidades mediáticas, se afanen en que el debate público gire en torno a los conflictos que seleccionan y, sobre todo, prefabrican: problemas leves o inexistentes transformados en amenazas de primer orden. La consecuencia, en primer lugar, es que la sociedad democrática acaba convertida en una de esas escenas cómicas, esta vez más bien trágicas, donde por cada fuga de agua que se intenta tapar en una pared surgen otras dos. Pero también conseguir un protagonismo que facilita que mucha gente se identifique con él sin necesidad siquiera de parecérsele.
Iván Espinosa de los Monteros y de Simón, un aristócrata especulador al que los apellidos no le caben en el buzón de su casa de cinco alturas, no es precisamente el retrato del español medio. Sin embargo, el protagonismo le permite sortear esta distancia, permitiendo una identificación no tanto con el individuo sino con sus valores. Unos que han pasado de ser marginales a compartidos, o al menos tolerados, por una parte de la población: no hace falta ser un ultra de rancio abolengo para votar a Vox. De ahí que alguien sociológicamente periférico como Espinosa insista en afirmar que Vox representa a “los españoles normales” en contraposición a las “élites progresistas”. También que mantenga oculto al sector de su partido al que se le levanta el brazo derecho a la mínima excitación como si fueran la copia ibérica del doctor Strangelove.
Este asalto a la normalidad se ha visto potenciado por situaciones como la pandemia o la guerra en Ucrania que han añadido incertidumbre a la inercia de la Gran Recesión de 2008. No es que Vox ofrezca soluciones que aporten estabilidad a los problemas inmediatos, por el contrario, su orientación neoliberal los agrava, sino que o bien los prefabrica y se erige en salvador o bien representa el refugio para un ciudadano hastiado de la crítica constante a su vida cotidiana. Algo muy parecido a la guerra cultural emprendida por Ayuso en torno a la libertad. Algo opuesto a las políticas progresistas que, temerosas o incapaces de enfrentar el conflicto económico, se centran en los comportamientos individuales como vector de cambio. A la izquierda nunca le había salido tan caro volverse moralista.
Vázquez Montalbán anticipó esta tendencia en Triunfo, allá por junio de 1976, al fabular cómo unos psicoanalistas palentinos le escribían una carta acusándolo de no ser suficientemente de izquierdas por usar corbata. A lo que su alter ego, Sixto Cámara, respondía: “Comprendo que sea ético-estéticamente más estimulante ser un clochard maoísta que un miembro de la célula de farmacéuticos del PCF, sección territorial del Marais”. Es decir, y por traducirlo a términos actuales, que se obtiene más atención y prestigio del ecosistema progresista siendo un activista queer que aboga por eliminar el sexo en el registro civil y recomienda a las mujeres como método de liberación la hormonación con testosterona, que una feminista afiliada a un sindicato que trabaja por que en el convenio de su empresa se elimine la brecha salarial entre hombres y mujeres. La excentricidad cotiza al alza en aquellos sectores progresistas, sobrerrepresentados por su posición profesional, a los que no les preocupa la inflación.
Hasta donde recordamos, la izquierda era un posicionamiento con aspiración de mayorías, orientada hacia lo público y dispuesta a ordenar los poderes económicos para lograr la igualdad. La tendencia liberal progresista, en este siglo XXI, se centra en la valoración de unas identidades individuales que intercambian privilegios y opresiones, por lo que la resolución de sus conflictos pasa por corregir las actitudes no deseables mediante representaciones, lenguaje y deconstrucciones: parece la revancha de los psicoanalistas contra el escritor barcelonés. Sin duda la ultraderecha caricaturiza estas posiciones mediante sus guerras culturales. Sin duda que el hombre cishetero blanco carnívoro sea el centro de muchos debates progresistas, por encima de bancos de inversión y agencias de calificación, facilita la caricatura.
Nunca se ha tratado de una elección entre derechos laborales y civiles, entre redistribución o representación, sino buscar aquello que nos igualaba en nuestra enriquecedora diversidad. La inestabilidad de esta crisis de ciclo largo ha revitalizado la tendencia laborista en la izquierda, la primacía de las políticas útiles sobre el inabarcable reino de la diferencia identitaria. Sin embargo, como si de un complejo se tratara, se echa en falta el arrojo para construir al lado del vulgar farmacéutico comunista antes que recibir la bendición del singular clochard maoista. La audacia en reconocer que nuestros tiempos requieren de un decidido elogio a la normalidad: la izquierda no tiene que asaltar lo que le pertenece por derecho.