El otro arsenal de la democracia

El descompromiso de Washington con la justicia humanitaria internacional es su mayor debilidad frente a Moscú

El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, durante unas declaraciones sobre Ucrania el 21 de abril en Washington. Demetrius Freeman/The Washington Post (Getty Images)

La democracia no se defiende sola. Aunque la palabra es su arma más propia, a veces es insuficiente y debe defenderse también con las armas, algo nada fácil. Nadie puede usarlas sin pagar un precio, con frecuencia desmedido. Todas tienen doble filo.

Quienes quieren destruir la democracia, los terroristas por ejemplo, buscan que los demócratas se mimeticen en los métodos de quienes quieren destruirla y acaben siendo ellos también terroristas. De ahí la obligación democrática de defender la democracia con un escrupuloso respeto al Estado de derecho y a las libertades de todos.

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La democracia no se defiende sola. Aunque la palabra es su arma más propia, a veces es insuficiente y debe defenderse también con las armas, algo nada fácil. Nadie puede usarlas sin pagar un precio, con frecuencia desmedido. Todas tienen doble filo.

Quienes quieren destruir la democracia, los terroristas por ejemplo, buscan que los demócratas se mimeticen en los métodos de quienes quieren destruirla y acaben siendo ellos también terroristas. De ahí la obligación democrática de defender la democracia con un escrupuloso respeto al Estado de derecho y a las libertades de todos.

Más fácil decirlo que hacerlo. Si a las democracias las tienta la peligrosa razón de Estado, podemos imaginar lo que sucede cuando una sociedad democrática es víctima de un terrorismo en proporciones industriales, como es una guerra de agresión en la que los ciudadanos y sus viviendas son el objetivo militar en una oleada de atentados masivos.

Preservar a la vez la democracia y las libertades en tiempo de guerra es una tarea titánica, casi imposible. Todo, incluso la democracia, se pone al servicio de la victoria. Si con la derrota fallece también la democracia, de la victoria surge la esperanza y la energía para recuperarlo todo, también la democracia.

Filósofos y tratadistas nos cuentan que hay guerras justas —en defensa propia— y guerras injustas, y también guerras libradas siguiendo criterios justos, y guerras injustas incluso en la forma en que se libran. En la realidad, en todos los bandos suelen producirse desbordamientos e injusticias, aunque hay ejércitos que no saben librar la guerra si no es en un permanente, cruel e injusto desbordamiento. No hay forma tan salvaje de librar la guerra como el uso sistemático de la artillería para destruir un país y diezmar su población. Este es el caso del Ejército de Putin, con la bomba nuclear como peldaño final de su escalada terrorista.

Los aliados de Ucrania hacen bien en suministrar armas al Ejército ucranio para que se defienda, pero la defensa de la democracia sería incompleta sin las armas de la justicia que investigue y castigue los crímenes de guerra y, si es preciso, los crímenes contra la humanidad y de genocidio. Y ahí está la mayor debilidad de Washington frente a Moscú, su descompromiso hacia la justicia humanitaria internacional y más en concreto hacia el Estatuto de Roma, por el que se creó en 1998 la Corte Internacional de Justicia, pero nunca ha sido ratificado por Estados Unidos.

Es el arma más estratégica y también la más difícil del arsenal democrático, pues una justicia internacional que no funcione como una regla de juego que a todos se aplica por igual no merece tal nombre. Esta no es propiamente una guerra en defensa de la democracia, sino de la regla de juego que a todos obliga. En esta cuestión, por desgracia, Washington todavía es un aliado objetivo de Moscú.

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