La docilidad tecnológica mata
Los adolescentes de hoy serán las mayores víctimas de la tecnología, igual que aquella generación arrasada por la heroína en los ochenta. Y digo esto con todo mi amor a internet
Los primeros en caer fueron los mayores. La tecnología los hizo sentir anticuados —como si la obsolescencia pudiera ser humana en vez de tecnológica—y convenció a muchos de no ser lo suficientemente modernos como para abrazar la cultura digital. Después de hacer sentir inútiles a decenas de miles, esa misma tecnología echó a patadas a millones de pensionistas...
Los primeros en caer fueron los mayores. La tecnología los hizo sentir anticuados —como si la obsolescencia pudiera ser humana en vez de tecnológica—y convenció a muchos de no ser lo suficientemente modernos como para abrazar la cultura digital. Después de hacer sentir inútiles a decenas de miles, esa misma tecnología echó a patadas a millones de pensionistas de los bancos donde habían ahorrado e invertido durante toda su vida. Se dijo entonces que las personas mayores debían trabajar su “alfabetización digital” y adquirir destrezas nuevas. Así nos tragamos una doble mentira. La primera es que las personas debemos adaptarnos a la tecnología cuando es la tecnología quien debe resultar útil y sencilla para todos. Es decir, si un usuario no entiende una aplicación es porque la aplicación está mal hecha y no es lo suficientemente accesible y no al revés. La segunda mentira es que en nuestro mundo existen dos culturas: una analógica para gente viejuna y otra digital donde disfruta la gente joven y que más mola. Y esta segunda trola es tan grave que está poniendo en riesgo nuestra civilización y la vida de muchas personas.
Porque lo cierto es que la cultura tecnológica es en 2022 la hegemónica y la que produce nuestra civilización y nuestro modo de vida. Así, todos los habitantes de este siglo, producimos y consumimos a través de una cultura que es digital y lo hacemos sin elección posible. Esto no quiere decir que no existan alternativas minoritarias, del mismo modo que algunas artesanías sobrevivieron a la industrialización, pero la cultura que marca las normas de convivencia y la que nos organiza pasa en este momento por internet. Es por eso que la tecnología no es un asunto cualquiera (y mucho menos opcional), sino que es nuestra forma de hacer las cosas y por tanto la forma que nos define. Así, se ha implantado en todos los productos materiales y también en los inmateriales y emocionales: la tecnología forma hoy parte de nuestro ser. Y si la misma tecnología que nos conforma ataca a nuestra identidad, como de hecho sucede, entonces entramos en una relación perversa donde toda nuestra civilización, nuestros derechos fundamentales y la propia vida, están en riesgo. Pese a ello, la docilidad con que aceptamos el sometimiento tecnológico es tan asombrosa como inquietante.
Así, por ejemplo, sabemos que las redes sociales están disparando la enfermedad mental y el riesgo de suicidio y de muerte entre los jóvenes. Los expertos en salud mental están hartos de repetirlo, lo cuentan también las personas que cogen el teléfono a diario en la Fundación Anar, donde las llamadas de adolescentes por ideas o intentos de suicidio se han multiplicado por 12 en los últimos 10 años. El daño que las redes pueden infligir a la salud mental lo saben de sobra los dueños de las grandes plataformas, tal y como se filtró a través de estudios del propio Facebook. Es por eso, porque las redes pueden dañar y llegar a matar (igual que el tabaco puede hacerlo y por eso lleva amenazantes pegatinas), por lo que Instagram ofrece la posibilidad de denunciar los contenidos que ampara por los siguientes motivos: bullying o acoso, suicidio o autolesiones, trastornos alimenticios, lenguaje o símbolos que incitan odio, violencia u organizaciones peligrosas… Para poner una denuncia basta con pulsar los tres puntitos que aparecen en la parte superior derecha de cualquier publicación. De esta manera, enumerando los peligros que promueven algunos de sus contenidos, la plataforma consigue dos cosas: librarse de posibles demandas de los damnificados y cargar al usuario con la responsabilidad de las deficiencias intolerables que la plataforma consiente.
Mientras tanto, los usuarios somos sus principales defensores, especialmente los jóvenes, que han caído hasta el fondo en la trampa del autoritarismo tecnológico. Así, los nativos digitales creen que van a disfrutar de un nuevo orden social del que sus padres o abuelos están privados por falta de pericia. Otra mentira. Los adolescentes de hoy serán las mayores víctimas de la tecnología, igual que aquella generación arrasada por la heroína en los ochenta. ¿Y qué dicen los expertos, los padres, los educadores? Pues una mayoría razonable defendemos el uso responsable de la tecnología, recomendamos que los niños no tengan teléfonos móviles y, llegado el caso, nos planteamos cerrar nuestros perfiles sociales. Sin embargo, hasta la actitud más crítica viene a subrayar nuestra docilidad ante este nuevo totalitarismo. Que nadie se engañe: la solución no es abandonar las redes ni apagar internet. Igual que la salida a una dictadura no tiene que ser el exilio. La solución es exigir que la tecnología no viva al margen de las reglas de convivencia que nos hemos otorgado, donde el derecho a la salud, a la felicidad y a la libertad no pueden estar en duda y mucho menos en venta. Porque no hay libertad de expresión allí donde se conculca un derecho fundamental y, en consecuencia, es hora de gritar que no hay libertad en Instagram, ni en Facebook, ni en TikTok, ni en Twitter, ni en Twitch, ni en YouTube… ni en ninguna plataforma donde nuestra libertad de expresión y nuestra creatividad sirvan para generar beneficio a los dueños de la tecnología con que nos expresamos. Sin embargo, nosotros no somos los productos de la tecnología que usamos ni tenemos que aceptar sin rechistar las reglas que sus supuestos dueños imponen. Porque se trata de nuestra cultura y nosotros somos en consecuencia sus últimos dueños.
El drama es que vivimos alienados y desprotegidos frente al capitalismo tecnológico. Así, Elon Musk puede comprarse Twitter y presumir públicamente de organizar según su exclusivo criterio una de las plazas públicas más grandes del mundo. Y ,cuando se me ocurrió escribir una columna criticando el hecho de que se hubiera vendido un foro democrático con millones de ciudadanos dentro, recibí numerosos mensajes que me invitaban a abandonar Twitter si no me gustaban las reglas de Musk. Como si el exilio fuera, de nuevo, la única salida. Pero lo cierto es que la cultura digital es de todos y no pertenece a las grandes tecnológicas que han impuesto la mayor dictadura de todos los tiempos. Twitter, por mucho que le duela a Musk, también es mío.
Y digo que la cultura tecnológica puede llegar a ser la mayor dictadura de todos los tiempos porque ha sido capaz de entrar en lo más profundo de nuestra intimidad, alienando incluso nuestros sentimientos, que también se han convertido en alimento del capitalismo salvaje para engordar las montañas de dinero de las grandes tecnológicas. Ahí están Tinder y Wapa y Grindr… y tantas otras aplicaciones que mercadean con nuestros sentimientos gracias a inocularnos una ideología sentimental capitalista. Nos invitan a pensar que podemos satisfacer nuestras necesidades emocionales de forma inmediata y a través de las normas impuestas, una vez más, por la tecnología. Normas que, por supuesto, nos crean nuevas necesidades emocionales y nos mandan notificaciones para convertirnos en consumidores voraces de matches, de aceptación, de reconocimiento, de likes, de sexo, de amor.
Y digo esto con todo mi amor a internet. Que nadie crea que reniego de la tecnología, igual que no renegaron de España quienes se vieron obligados al exilio. Al contrario, exijo y clamo que la cultura hegemónica se doblegue ante los derechos humanos que sostienen nuestra civilización. Porque hoy por hoy no es así. Y lo que es peor, no parece importarle a nadie.