La filosofía: una condición

Hay que celebrar la extensión de esta disciplina en el nuevo currículo de Bachillerato. Es una buena noticia que nuestros adolescentes crezcan escuchando y aprendiendo a pensar

Estudiantes de 2º de Bachillerato siguen una clase de Filosofía en un instituto valenciano.Mònica Torres (EL PAÍS)

La filosofía no es una disciplina, ni siquiera un mero saber. Es mejor que eso: es una condición. Es condición de posibilidad, porque crea la circunstancia indispensable para poder pensar más, pensar mejor, incluso la de poder pensar de otra manera. Pero a la vez es condición también en otro sentido, porque el modo filosófico es nuestra índole, nuestro carácter, nuestro modo más propio de ser, el más auténtico, es decir, nuestra naturaleza humana. Por eso, la filosofía no debería ser altiva ni soberbia, aunque algunos que la ejercen se esfuercen en ello, sino cercana y accesible. La filosofía ...

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La filosofía no es una disciplina, ni siquiera un mero saber. Es mejor que eso: es una condición. Es condición de posibilidad, porque crea la circunstancia indispensable para poder pensar más, pensar mejor, incluso la de poder pensar de otra manera. Pero a la vez es condición también en otro sentido, porque el modo filosófico es nuestra índole, nuestro carácter, nuestro modo más propio de ser, el más auténtico, es decir, nuestra naturaleza humana. Por eso, la filosofía no debería ser altiva ni soberbia, aunque algunos que la ejercen se esfuercen en ello, sino cercana y accesible. La filosofía no consiste en un discurso alambicado e impenetrable, sino en la reflexión sobre algo que nos es medular, que no es otra cosa que la existencia, y la existencia nos compete a todos, es ineludible tanto para sabios como para ignorantes, adultos y adolescentes, occidentales y otros mundos.

La palabra filosófica debe estar a la mano, como un remedio, como los medicamentos lo están para nuestra salud. Cuando la filosofía habla del Ser, lo está haciendo del existir, ni más ni menos, y nuestra existencia, a poco que prestemos oídos a nuestra alma, está atravesada, y por ello preocupada, por el amor y la muerte. Y ese es el gran asunto de la filosofía. Incluso si queremos resumirlo aún más, diremos que la filosofía está enredada en ese gran deseo común: la absoluta necesidad de ser felices, la eudamonia, el afán de poder estar en paz con nuestros demonios. Y de eso se trata, de contar con una cura para el alma, una medicina para la mente, como decían nuestros estoicos. Podemos entretenernos en una actividad continua y estéril, una multitarea anestésica; podemos leer libros de autoayuda y buscar inagotablemente recetas de preparadores, pero hay quienes llevan siglos proporcionándonos valiosas claves para pensar, es decir, para vivir. Porque la filosofía está siempre comprometida con la vida; es y procura formas de vida. Aristóteles insistía en que esa actividad, que él llamaba contemplativa, era la más excelente, pero no por aristocrática o minoritaria, sino porque posibilitaba ser mejores, y mejores significa ser más conscientes y por ello más libres. Otra cosa es que queramos hacer caso a ese ofrecimiento, que decidamos enterarnos de lo que somos y hacer algo con ello. Cada uno es soberano de su modo de vida, pero el banquete está dispuesto ante nosotros.

Se puede vivir sin filosofía, claro. Es una opción. Y quizá buena, pero a muchos nos resulta inevitable contar con ella. Se puede también rehuir la metafísica, concepto aparentemente inaccesible y propio de eruditos, pero no se debería, porque nos trae la reflexión sobre la vida y la muerte, y con ello sobre el miedo, el placer, el gobierno de uno mismo y de los otros, y sobre la ignorancia y la estupidez, contra lo que ha luchado siempre. La metafísica es de todos, porque somos humanos, demasiado humanos, porque todos queremos una buena vida y una existencia feliz. Debe ser profunda y rigurosa, sin duda, pero sin perder la intención de ser entendida y compartida. Además, recordemos que, frente a lo que dicen conocidos juegos de palabras, la filosofía sí es útil, porque no se trata de una mera especulación, porque toda filosofía lleva de la mano una ética: el decir, el discurso, debe estar en acción. No puede haber teoría sin práctica. La reflexión filosófica no debe sentenciar ni solo diagnosticar, sino que debe llevar a actuar, aunque únicamente sea contribuyendo al cuidado de uno mismo o en llevarnos a modestas intervenciones micropolíticas. Y no puede creerse la reina de la creación, no puede excluir ni menospreciar otros saberes, porque, muy al contrario, se necesitan mutuamente. Por eso, los filósofos no deben presentarse como santones poseedores de la verdad y de la palabra.

El saber es uno y se aprende en conversación. Conversemos pues. Tenemos las voces, que son los textos, para llevarla a cabo. Podemos pensar con ellos, aunque no siempre resulte fácil y requiera paciencia. Pero el esfuerzo merecerá la pena siempre que elijamos bien a nuestros interlocutores, muchos de ellos muertos hace siglos. Frente a la inclinación, cada vez más frecuente, a opinar y a sobresaturarnos de información, filosofemos. Del mismo modo que se aprende a amar amando, hagamos un gerundio de la filosofía. Por ello, celebremos la extensión de la Filosofía en el nuevo currículo educativo que trae el decreto que regulará el Bachillerato en la nueva ley orgánica de educación (Lomloe). Tras la polémica reciente de estas últimas semanas en torno a la asignatura de Filosofía, se recupera la obligatoriedad de la misma para todos nuestros bachilleres, asignatura que hasta ahora solo figuraba como una optativa para únicamente una de las modalidades del Bachillerato. Es una buena noticia que nuestros adolescentes crezcan escuchando, sintiendo y haciendo filosofía. Es su condición.

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