La España vulnerable
Deberíamos reconocer que, a pesar de la exitosa historia en su conjunto de las últimas décadas, existen deficiencias en el funcionamiento del Estado que es necesario abordar sin hacernos trampas y que es preciso que las leyes se traduzcan en cambios sustantivos
Hacia finales del siglo pasado, cundió la impresión de que España había cambiado definitivamente, alcanzando su plena normalización histórica. Sus fortalezas y debilidades eran equivalentes a las del resto de países occidentales. Esta percepción, muy generalizada en aquel momento, tuvo dos desarrollos, uno hacia atrás y otro hacia adelante.
Hacia el pasado, se revisó la historia contemporánea, rechazándose la tesis hasta entonces dominante del fracaso histórico de la modernización e industrialización del país; en realidad, se decía, nuestra trayectoria no era tan distinta a la de nuestr...
Hacia finales del siglo pasado, cundió la impresión de que España había cambiado definitivamente, alcanzando su plena normalización histórica. Sus fortalezas y debilidades eran equivalentes a las del resto de países occidentales. Esta percepción, muy generalizada en aquel momento, tuvo dos desarrollos, uno hacia atrás y otro hacia adelante.
Hacia el pasado, se revisó la historia contemporánea, rechazándose la tesis hasta entonces dominante del fracaso histórico de la modernización e industrialización del país; en realidad, se decía, nuestra trayectoria no era tan distinta a la de nuestros vecinos del norte. Por más que fuera innegable un atraso relativo, se trataba tan solo una cuestión de grado. España no era una anomalía histórica, sino solamente un país que había avanzado algo más despacio y con mayores dificultades, pero que finalmente había logrado engancharse a sus homólogos europeos.
Hacia el futuro, se albergó la esperanza de que el espectacular progreso del país (consolidación de la democracia, integración en Europa, desarrollo del Estado de bienestar, descentralización territorial, desarrollo cultural) continuaría sin freno, lo que nos permitiría en algún momento superar a nuestros más inmediatos competidores, Italia y Francia.
La accidentada trayectoria de los últimos 15 años nos obliga a revisar la interpretación un tanto triunfalista que acabó imponiéndose en el establishment español. En estos últimos tiempos, se han producido varias sacudidas, a la vista de las cuales el optimismo que se extendió a lo largo del país antes de la Gran Recesión de 2008 parece injustificado.
Entre otras cosas, la Gran Recesión puso de manifiesto que nuestro sistema financiero era más endeble de lo que nos habíamos imaginado. Se insistía en que teníamos una regulación bancaria de primer nivel, que nuestros bancos estaban entre los más sólidos del mundo. Sin embargo, la fuerte exposición a la especulación inmobiliaria y el clientelismo político de las cajas de ahorro mostró que no había tanto motivo para el orgullo. El Gobierno de Rajoy prometió que la reestructuración del sector y las ayudas a las entidades financieras no le costarían un euro al contribuyente español, pero el Estado ha acabado asumiendo en forma de deuda 35.000 millones de euros del banco malo (la Sareb).
De la misma manera que la Gran Recesión corrigió una perspectiva demasiado autosatisfecha de nuestro sistema financiero, la pandemia ha servido para refutar la tesis de que nuestro sistema sanitario es uno de los mejores del mundo. Las limitaciones del sistema han quedado al descubierto. Con los recursos que tienen, los trabajadores del sector hacen un trabajo extraordinario, pero se ha comprobado que dichos recursos eran penosamente insuficientes y que buena parte del personal trabaja con altos niveles de precariedad y salarios muy bajos.
A su vez, hay un tercer ámbito, puramente político, en el que la imagen de España se ha visto también cuestionada. Me refiero a la crisis catalana de 2017. El país no fue capaz de resolver un conflicto territorial mediante la negociación y el acuerdo. No hubo más respuesta a las demandas procedentes de Cataluña que el uso de la fuerza para evitar el referéndum del 1-O y el uso de la justicia para encarcelar a los líderes independentistas. Estos, por lo demás, reaccionaron a la cerrazón del sistema con el incumplimiento de sus obligaciones constitucionales. Fue un episodio que dejó claro lo mucho que nos habíamos alejado de los pactos incluyentes que se produjeron tras las elecciones de 1977, en los inicios de la democracia española.
Los tres ejemplos anteriores ilustran la vulnerabilidad del país antes crisis diversas (ya sean de origen interno o externo). España funciona razonablemente en tiempos normales, pero no es capaz de responder adecuadamente en situaciones extraordinarias. Hay muchos otros indicios de la vulnerabilidad de España. Los shocks económicos producen mayores estragos en nuestro país que en los de nuestro entorno. En las crisis, nuestra tasa de paro se dispara. Por ejemplo, entre 2008 y 2014, durante los peores años de la crisis, el paro aumentó en 3,2 puntos porcentuales en Francia y en 6,4 puntos en Portugal. En España, sin embargo, el aumento fue de 13,2 puntos. Estos datos indican que España tiene un sistema productivo más vulnerable, que nuestras empresas son endebles y responden a las crisis fundamentalmente mediante despidos. Por fortuna, hemos aprendido de los errores del pasado y el actual Gobierno ha sido capaz de prevenir la destrucción de empleo durante la crisis de la covid gracias al uso de los ERTE.
En general, todo lo relativo al sector público muestra que el país, por mucho que haya avanzado, continúa arrastrando algunas debilidades estructurales que nos impiden converger con los países centrales de Europa. Casi todo el sector público está aquejado de un déficit crónico de financiación. Aunque resulte sorprendente, el Estado es el empleador que más promueve la temporalidad y precariedad. La temporalidad es alrededor de siete puntos porcentuales superior en el sector público que en el privado.
De modo telegráfico, he aquí una lista breve de vulnerabilidades del Estado español: la incapacidad de crear un sistema público de investigación comparable al de los países punteros, las dificultades para poner en práctica el ingreso mínimo vital, el insuficiente personal de Hacienda (uno de los más bajos de Europa en términos relativos), la lentitud proverbial de la justicia, el escaso efecto redistributivo de las políticas sociales, los problemas de la financiación autonómica, el maltrato administrativo a la población inmigrante y unos niveles de corrupción política que nos alejan de nuestros vecinos. Todos estos elementos indican que el Estado español es menos sólido de lo que aparenta. No es sólo una cuestión de dinero: la obsesión con los procedimientos administrativos, de una gran rigidez, impide la puesta en marcha de iniciativas innovadoras y ahoga cualquier demanda de flexibilidad y adaptación a las circunstancias.
A pesar de todos estos impedimentos, el país sale adelante, qué duda cabe. Pero en demasiadas ocasiones lo hace poniendo parches, mediante soluciones excepcionales, cortoplacistas y provisionales. Todo ello genera la impresión de vulnerabilidad, de que en cualquier momento las reglas, los incentivos y los recursos pueden cambiar súbitamente. Debido a esta vulnerabilidad, no puede extrañar que, cuando las cosas se tuercen, las debilidades de España se perciban con mayor intensidad. Quienes más suelen notarlo son quienes menores recursos tienen, es decir, quienes más expuestos se encuentran a las turbulencias económicas y políticas.
Nuestra historia en las últimas décadas es, en conjunto, una historia de éxito, aunque a menudo se utilice este para ocultar las deficiencias estructurales que ensombrecen el progreso y comprometen el futuro. Reconocer tales deficiencias resulta necesario para que no nos hagamos trampas en nuestro debate público. Un primer paso podría consistir en convencernos de que, probablemente por razones históricas, nuestro Estado no se ha desarrollado lo suficiente. Lo que nos distingue de los países a los que queremos parecernos es, en muchos casos, la escasa capacidad del Estado para traducir las leyes y regulaciones en cambios sustantivos. Un Estado sólido requiere ingresos suficientes, pero también dotarse de infraestructuras institucionales que permitan realizar políticas más ambiciosas y efectivas.