Parlamentarismo sin cordón
Importa cuidar a nuestras instituciones para que preserven el pluralismo, pero también que tengamos unas élites comprometidas con cuidar el perímetro de lo aceptable en democracia
La primera vuelta de las presidenciales francesas mostró un país partido en tres pedazos. En 2017 esta ruptura lo fue en cuatro: Macron, Le Pen, Mélenchón y Fillon (de Los Republicanos), estuvieron en un pañuelo. Hoy repiten los tres primeros con la diferencia d...
La primera vuelta de las presidenciales francesas mostró un país partido en tres pedazos. En 2017 esta ruptura lo fue en cuatro: Macron, Le Pen, Mélenchón y Fillon (de Los Republicanos), estuvieron en un pañuelo. Hoy repiten los tres primeros con la diferencia de que la derecha tradicional de Pécresse se cae. Los socialistas ni estuvieron ni están ni se les espera.
Este mosaico es el más representativo de la V República, por más que luego se lo haga pasar por el tamiz de la segunda vuelta. El modelo republicano se basa en una presidencia de gran poder, pero con su legitimidad edificada sobre el principio de elegir al mal menor. La destrucción del sistema político francés iniciada en 2017 con Macron ha supuesto que la alternancia ya no opere sobre principios de izquierda y derecha, sino entre una pseudotecnocracia europeísta frente al retroceso del chauvinismo autoritario. Todo, además, al albur de los resultados de las legislativas de junio que, al condicionar la mayoría de la Asamblea Nacional, dirán el margen real de poder de la presidencia.
La traducción de las preferencias en políticas pasa, así, por ser un proceso vertical y menos representativo que en los viejos modelos parlamentarios. Estos últimos obligan a que los gobiernos tengan que transaccionar en la Cámara para buscar apoyos, así que de replicarse el mapa francés a Macron no le quedaría más remedio que pactar con Le Pen o con Mélenchon para armar una mayoría. Una que, por cierto, sería más representativa que la que saldrá de la segunda ronda. Ahí la cultura del cordón sanitario tendría que ponerse a prueba como ocurre en otras latitudes, sin la inercia del sistema institucional.
Que luego este último pudiera funcionar ya es otra cosa. En Francia o Bélgica no ha servido para hacer retroceder a la extrema derecha, pero sí en Alemania. En sitios donde dieron apoyo externo a Ejecutivos como Países Bajos o Dinamarca perdió representación, así como cuando ha gobernado en Noruega, Finlandia o Austria, si bien en Italia, Polonia o Hungría ha sido justo al revés. Quizá porque no hay un manual de instrucciones, el foco debería estar más en si el sistema tiene mecanismos para contrapesar a esta pulsión antipluralista que nos coloca frente a un espejo incómodo. Las democracias del norte de Europa llevan décadas de experiencia con la extrema derecha y probablemente haya que mirarlas más.
En España, dado que su emergencia es reciente, muchos siguen pensando que puede desandarse el camino, pero es iluso: cuanto antes se asuma que estos partidos han venido para quedarse, mejor. La cuestión clave estriba en dotarse de los instrumentos para hacer que el mal que puedan causar no socave las bases de nuestra sociedad democrática. Para esto importa cuidar a nuestras instituciones para que preserven el pluralismo político, pero también que tengamos unas élites sistémicas comprometidas con cuidar el perímetro de lo aceptable en democracia. En ambas hay trabajo pendiente.