Política de cercanías
Las presidenciales francesas han vuelto a constatar algo ya bastante trillado: al final lo que importa es lo nacional, lo propio, lo que tenemos más a mano
En las elecciones francesas del otro día hemos vuelto a constatar algo ya bastante trillado, eso de que la política siempre es local. Da igual que tengamos una guerra a las puertas o que se trastoque peligrosamente la globalización y el proyec...
En las elecciones francesas del otro día hemos vuelto a constatar algo ya bastante trillado, eso de que la política siempre es local. Da igual que tengamos una guerra a las puertas o que se trastoque peligrosamente la globalización y el proyecto europeo; al final importa lo nacional, lo propio, lo que tenemos más a mano. Como decía mi maestro Francisco Murillo, el hombre es un “animal de cercanías”; todo lo que signifique salirse de la propincuidad, de lo más próximo, se presenta como una abstracción insoportable. A estos efectos da igual que se insista en nuestras interdependencias crecientes o en la importancia de lo global y geopolítico; cuando llega el momento de votar cada cual se aferra al ¿qué hay de lo nuestro? Se equivocaban, por tanto, quienes nos señalaban que la globalización, asociada a las nuevas tecnologías, equivalía al “fin de la geografía”, o iba a propiciar una mente más cosmopolita.
Quienes mejor lo han entendido han sido los nacionalpopulistas, los más conspicuos representantes de la reacción frente a un mundo que se escapa a ese impulso básico del Homo propinquus. Su ideal es la vuelta a las fronteras nacionales, al calorcito de las identidades patrias y a una economía defensiva frente a la globalización. El último coletazo frente a una realidad que estamos perdiendo y que se resiste a morir. Rechazo, pues, de lo supranacional, del mestizaje impulsado por las migraciones y de todo cuanto genere inseguridad por presentarse ajustado a la complejidad del nuevo escenario histórico. Y puede que esto último sea lo más preocupante, el descaro con el que trata de diluirse una realidad crecientemente compleja detrás de consignas simples envueltas en retórica vacía y emocionalidad densa. Quizá por eso mismo estos partidos se han convertido en el receptáculo casi natural del descontento. Empiezas a sentirte mal en tu vida y acabas votando a Vox. Aunque carezcan de soluciones claras para enmendarlo. Sufro, luego debe haber un culpable. Y este solo puede ser el establishment político habitual.
En estos momentos estamos asistiendo al final de los partidos catch-all, atrapalotodo, aquellos que tenían la capacidad de pescar votos en muchos caladeros distintos ―ideológicos, territoriales, de clase, identitarios―. Ahora, cuando apenas hay alguno que sobrepase el 30% del voto total, predominan esos que podríamos calificar como “partidos de nicho”. Y el de los populistas se circunscribe cada vez más a los de la reacción frente a un mundo que ya no entienden. Son reaccionarios en el sentido literal de la palabra. Por eso mismo se abrazan a lo local, a lo cercano, familiar, ya sea el terruño, la visión tradicional de la familia, la nación o el género. Son los somewheres, aquellos cuya identidad se construye a partir de la pertenencia casi biológica a algo. Al ser algo tan primario, su mensaje llega raudo y veloz a sus destinatarios.
Ignoran, sin embargo, que el mundo se ha dado la vuelta como un calcetín. Ya no sirven las recetas tradicionales. La complejidad en todas sus dimensiones, la diversidad, lo global, están aquí para quedarse. Como decía Kant, el hecho de que el mundo sea una esfera impide que podamos escaparnos unos de otros, se requiere una mentalidad cosmopolita, atrevernos a ser más anywheres, de todas partes. Pero esto hay que saber explicarlo, algo para lo que los partidos convencionales no parecen poseer el discurso adecuado. O no osan siquiera intentarlo. Lo fácil es seguir compitiendo, ellos también, en esta política de cercanías. Así nos va.