Sanciones: hay que apretarle la soga a Rusia

Si conseguimos que Putin ceda, la lección será sencilla: hay que elegir entre depredación y prosperidad. Si fracasamos, la voluntad de poder campará a sus anchas

Instalaciones de una refinería de Gazprom.Getty

Las palabras de Bruno Le Maire, ministro de Economía francés, fueron tan provocadoras como precisas: lo que se ha lanzado contra Rusia es realmente una “guerra económica y financiera total”. Va más allá de Ucrania, porque lo que pretende es averiguar si las represalias económicas pueden hacer retroceder a un agresor o si solo las armas consiguen detener a las armas.

Fundamentalmente, lo que está en juego es la existencia de un paí...

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Las palabras de Bruno Le Maire, ministro de Economía francés, fueron tan provocadoras como precisas: lo que se ha lanzado contra Rusia es realmente una “guerra económica y financiera total”. Va más allá de Ucrania, porque lo que pretende es averiguar si las represalias económicas pueden hacer retroceder a un agresor o si solo las armas consiguen detener a las armas.

Fundamentalmente, lo que está en juego es la existencia de un país. Pero lo que aquí se está poniendo a prueba es nuestra capacidad para utilizar la fuerza económica como medio de presión. Si conseguimos que Vladímir Putin ceda, la lección será sencilla: hay que elegir entre depredación y prosperidad. Si fracasamos, la voluntad de poder campará a sus anchas.

Disponemos de algunos recursos para esta confrontación. Como ha señalado hace poco Jason Furman, en su día asesor económico del presidente Barack Obama, para la economía mundial Rusia no es mucho más que una “gran gasolinera”. Sin embargo, depende del mundo exterior para adquirir tecnología, servicios financieros, capital y bienes de consumo. Las sanciones le resultan a Rusia mucho más caras que a nosotros.

A finales de febrero, Estados Unidos y Europa recurrieron inmediatamente a los instrumentos que tienen a su disposición: tienen prácticamente el monopolio de las reservas de divisas, controlan las infraestructuras financieras internacionales (de las cuales el sistema de mensajería rápida SWIFT no es más que un elemento) y, tecnológicamente, la primacía es suya. La onda expansiva de las sanciones pone de relieve lo que los politólogos Henry Farrell y Abraham Newman han calificado de ”interdependencia armada”. Según ellos, las estructuras en red se han desarrollado siguiendo una lógica económica, pero conceden un enorme poder a los países que las controlan.

Con todo, ese fue únicamente el primer asalto. En realidad, Rusia se ha convertido en un Estado paria, los oligarcas se han visto privados de la Riviera francesa y la clase media, de los muebles de Ikea. Sin embargo, la dependencia energética de Europa la ha inducido a limitar el alcance de las sanciones. Solo han quedado proscritos ciertos bancos; solo ciertas tecnologías tienen prohibida la exportación; solo ciertas empresas han abandonado el país permanentemente. Todos los días Rusia se embolsa casi 1.000 millones de dólares con los ingresos por exportación de energía. No tardará en recuperar sus reservas y en incrementar sus importaciones.

En realidad, el sufrimiento de Moscú procede de la sombra de las sanciones que aún no se han impuesto. No está prohibido comprar petróleo ruso, pero, por miedo a las futuras medidas, armadores, banqueros y aseguradoras son reacios a participar en su distribución. Todavía se recuerda la experiencia de las sanciones a terceros impuestas por EE UU en 2018, que prohibieron cualquier tipo de negocio con Irán. En consecuencia, sobre el petróleo de los Urales ahora pesa un considerable descuento de 25 dólares por barril.

Sin embargo, esta situación no va a durar. Más pronto que tarde hará falta aclararse: o es legal comprar energía rusa o no lo es. Y si lo es, habrá que permitir al Gobierno ruso que utilice los ingresos en divisa extranjera; de no ser así, no tendrá razones para extraer sus hidrocarburos del subsuelo. Estados Unidos ya ha elegido y se las arreglará sin petróleo ruso, que no necesita. Alemania titubea. Europa no ha decidido nada definitivo. Pero, si no actúa, Putin llegará pronto a la conclusión de que, para él, lo peor ha pasado. El rublo ya se ha recuperado ligeramente. No hay alternativa: hay que apretar la soga.

Llegados a este punto, es importante distinguir entre petróleo y gas. El mercado del crudo es global, porque, básicamente, un petrolero se puede sustituir por otro. La principal consecuencia de la interrupción brusca de las exportaciones rusas sería un incremento de los precios, que Estados Unidos está intentando evitar retomando la colaboración con Venezuela e Irán. Esa interrupción es improbable, ya que siempre habrá algún comprador —la India, por ejemplo—, para petróleo a precio rebajado. Sin embargo, al crear todo tipo de complicaciones para los compradores, un embargo del petróleo ruso acentuaría ese descuento y reduciría los ingresos por exportación, que caerían todavía más si se aplicaran sanciones a terceros: en 2019, el volumen de las entregas de crudo iraní se redujo a la mitad.

Más complicada es la situación del gas, cuya distribución requiere infraestructuras y que en la actualidad todavía se exporta principalmente a Europa. La interrupción de las importaciones debilitaría enormemente a Rusia, que carece prácticamente de otros canales de exportación. Sin embargo, aunque su gas solo representa el 8,4% de la energía primaria que consume la Unión Europea, el corte de suministro no dejaría de tener consecuencias para nosotros. Y, evidentemente, esta dependencia varía enormemente de un país a otro. Sería inviable detener las importaciones de manera inmediata. Sin embargo, la UE debe comenzar a reducir sus importaciones de gas, diversificar sus proveedores y, a tal fin, reformar una estructura energética insuficientemente integrada, con el fin de garantizar la seguridad colectiva del suministro. Una buena forma de fomentar este cambio sería la aplicación de un arancel al gas ruso y su incremento gradual, tal como proponen los economistas Eric Charney, Christian Gollier y Thomas Philippon. Así se enviaría la señal de que hemos decidido acabar con esta situación y, al mismo tiempo, se fomentaría la compra de gas a otros proveedores. Está claro que esto no será posible si no se muestra una gran solidaridad con aquellos países que serían los más directamente afectados por la caída de las importaciones de gas procedente de Rusia.

Nuestro peso económico, nuestra tecnología, la preponderancia de nuestras multinacionales, nuestro control de las infraestructuras de la globalización y la asimetría de nuestros intercambios energéticos con Rusia nos otorgan los medios para imponernos en una confrontación decisiva. Aunque está claro que no podemos pretender que la guerra económica no nos cause ni un rasguño.

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