La regeneración institucional pasa por el Parlamento

Existe margen si se desea para conectar con la sociedad y represtigiar unas Cámaras que desde hace tiempo no ejercen con normalidad ninguna de las funciones de actualización de la voluntad constituyente que tienen encomendadas

El hemiciclo del Congreso, en el pleno del día 16.Jesús Hellín (Europa Press)

Aunque no puede hablarse de que haya habido nunca una edad de oro del parlamentarismo en España, es indudable el insólito nivel de degradación alcanzado por el Legislativo actual. Más allá del grotesco episodio de la votación de la reforma laboral (por sus derivadas, y no tanto por el error humano o mecánico de que se tra...

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Aunque no puede hablarse de que haya habido nunca una edad de oro del parlamentarismo en España, es indudable el insólito nivel de degradación alcanzado por el Legislativo actual. Más allá del grotesco episodio de la votación de la reforma laboral (por sus derivadas, y no tanto por el error humano o mecánico de que se trate), lo cierto es que desde hace tiempo el Parlamento no viene ejerciendo con normalidad ninguna de las funciones de actualización de la voluntad constituyente que tiene encomendadas según la Constitución.

Así, pese a que, como único órgano con legitimidad democrática directa, el Parlamento debería situarse en el centro de la vida política, su reciente ejecutoria demuestra que ostenta un rol que oscila entre ser una caja de resonancia del Gobierno, sin relevancia en la toma de decisiones, o el vehículo de algunas minorías para torpedear cualquier iniciativa política del Ejecutivo, con el menoscabo que supone para el funcionamiento del sistema democrático. Por otra parte, la pandemia y el ejercicio de poderes excepcionales durante la misma ha puesto de relieve que el Parlamento apenas está preparado para ese tipo de contingencias. A excepción del voto telemático, tasado para determinados supuestos de baja por maternidad o enfermedad, el Reglamento del Congreso de los Diputados todavía prevé que los discursos se deban pronunciar “personalmente de viva voz” desde la tribuna o el escaño (art. 70.2).

Con todo, lo que más enturbia la imagen del Parlamento es que se hayan bloqueado investiduras o que no haya habido candidatos a someterse a dicho trance; que la actividad legislativa se haya visto condicionada por la legislación de urgencia con el pretexto primero de la crisis económica y después de la covid-19; que la periódica ausencia de mayoría haya llevado a prorrogar sin más los Presupuestos; que se haya impuesto el rodillo mayoritario para bloquear la tramitación de iniciativas legislativas (y de control), en unos casos con un uso abusivo de la prerrogativa gubernamental de veto presupuestario y en otros sin permitir siquiera el debate de toma en consideración, y, en fin, que se haya bloqueado la renovación del Tribunal Constitucional o del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) desde un cálculo meramente partidario.

Decía Ortega que la institución se ha visto sometida históricamente a diversos avatares que la han llevado desde los excesos del parlamentarismo de la Segunda República a su exclusión durante los períodos autoritarios. Mutatis mutandis, quiere decirse con ello que ni la fragmentación partidista ni el contexto inquietante de extrema polarización política que nos azota son nuevos ni privativos de España, ni pueden ser una justificación. Además, se trata de un fenómeno asociado al pluralismo del Estado de partidos que impone el modelo de democracia representativa. Por lo que el análisis nos debe conducir inexorablemente a otros factores explicativos de la crisis de la representación: el comportamiento de los actores políticos y las falencias de nuestro ordenamiento. El primero es un terreno lábil, pues se adentra en la esfera de la cultura política y democrática y afecta a la idiosincrasia de nuestros representantes. No hay más que ver la progresiva banalización de los instrumentos de control, cuyo máximo exponente son las teatrales sesiones de control. El segundo nos invita a operar cambios urgentes para reparlamentarizar el Parlamento.

De entrada, el vigente parlamentarismo racionalizado, que refuerza desde 1978 la posición del Ejecutivo, debido tanto a la convulsa experiencia republicana como a la atomización partidista de la Transición, ejemplifica no solo la impotentia reformandi de nuestro sistema político, sino que se ha trocado en un instrumento para la mayorización de la mayoría, pues impide que las minorías pueden siquiera impulsar alguna comisión de investigación o un debate específico. La opción por listas electorales cerradas y bloqueadas ha sustituido la dialéctica mayoría-minoría por las dinámicas propias de las cúpulas de partido y convertido en ilusoria la prohibición del mandato imperativo.

Pero, sin duda, uno de los elementos más inquietantes es la pérdida de centralidad del Parlamento como legislador y su función electiva. La sustitución de la ley ordinaria por el decreto ley ha llevado al Gobierno a beneficiarse abusivamente de las ventajas procesales de estas normas con fuerza de ley y a convertirlas en casi irresistibles, ante la mirada de un Tribunal Constitucional inusualmente deferente. La parálisis en la renovación de órganos constitucionales, pese a la controversia que suscita el consabido método de la lotización, ha llevado a que el CGPJ tenga caducado su mandato desde fines de 2018 y a saldar la elección de magistrados del Constitucional con poderosas dudas sobre la idoneidad de algunos de los candidatos.

Hay margen, pues, si se desea represtigiar el Parlamento y conectarlo con la sociedad. Para que deje de ser el destinatario preferente de las invectivas del ciudadano indignado, en un contexto en que el problema no es tanto la fragmentación multipartidista como la presencia de elementos excéntricos al sistema y la perpetuación de algunos dogmas y procedimientos más propios de una institución decimonónica.


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