Los Ángeles

Decía un monje japonés que en la mente del principiante hay muchas posibilidades, pero en la del experto hay muy pocas

Un coche con remolque, en una carretera.

A veces siento una alegría desesperante, cercana al terror, cuando voy al campo. Hace unos días regresábamos desde mi ciudad natal a Buenos Aires. Conducía el hombre con quien vivo. El cielo vehemente albergaba sólo el sol, una ampolla venerable. Ni una nube. Desde hace años, cada vez que vamos por esa ruta vemos un cartel que dice “Los Ángeles, 5 kilómetros”, e indica un camino de tierra lateral. Cada vez que lo vemos decimos: “Tenemos que ir a Los Ángeles”. Y no vamos. No sé por qué. Yo odio las intenciones. Me gusta la irreversibilidad del acto: es una fortificación, como comprar acciones d...

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A veces siento una alegría desesperante, cercana al terror, cuando voy al campo. Hace unos días regresábamos desde mi ciudad natal a Buenos Aires. Conducía el hombre con quien vivo. El cielo vehemente albergaba sólo el sol, una ampolla venerable. Ni una nube. Desde hace años, cada vez que vamos por esa ruta vemos un cartel que dice “Los Ángeles, 5 kilómetros”, e indica un camino de tierra lateral. Cada vez que lo vemos decimos: “Tenemos que ir a Los Ángeles”. Y no vamos. No sé por qué. Yo odio las intenciones. Me gusta la irreversibilidad del acto: es una fortificación, como comprar acciones de un buen estado de ánimo. Supongo que algo andaba muy mal dentro de mí ese día porque, al ver el cartel, supe que me iba a morir sin conocer Los Ángeles. Así que dije: “Vamos”. Fuimos. El sol era un chirrido, un agujero blanco. La cabina empezó a llenarse de polvo. Sentí esa sed profunda que antecede a la licantropía: la certeza del sinsentido. Y de pronto, después de una curva: girasoles. Y un trigal transparente como una criatura invertebrada. Y un monte febril sobre una colina suave. Detuvimos el auto. Bajamos. Una máquina delgada como un insecto avanzaba sobre el sembrado arrojando hilos de agua quirúrgica. Era algo maligno y a la vez benévolo. Había hormigas, cardos, cosas que azotaban la piel. Los pájaros cruzaban el cielo gritando como si se quemaran. Todo estaba atravesado por un impulso demente, una fuerza ciega, cavernaria. Era como el karate de la naturaleza. Y de pronto entendí: no quiero avanzar, quiero retroceder. Volver al momento en que hacía las cosas sin saber cómo se hacían. “En la mente del principiante hay muchas posibilidades, pero en la del experto hay muy pocas”, decía el monje japonés Shunryu Suzuki. Pensé que todo podía terminar ahí. Que estaba bien. Que ese día —su revelación, su lenta furia— tenía permiso para aniquilarme. Después subimos al auto y fuimos a conocer Los Ángeles.

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