La directiva ‘whistleblower’ o quién protege a quien nos protege
Una sociedad democráticamente avanzada debe ayudar a quienes denuncian irregularidades y establecer un sistema público e independiente para investigar las denuncias
No aportamos nada nuevo si decimos que la corrupción provoca, por definición, desafección de la ciudadanía por lo público. Dicho de otro modo, la corrupción aumenta la distancia entre representantes y representados, entre gobernantes y gobernados, provocando una crisis de legitimación de ese “espacio público compartido” que debe ser un Estado.
Esa es la razón fundamental de que una sociedad democráticamente avanzada haya de proteger adecuadamente a aquellas personas que, denunciando las irregularidades de las que en s...
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No aportamos nada nuevo si decimos que la corrupción provoca, por definición, desafección de la ciudadanía por lo público. Dicho de otro modo, la corrupción aumenta la distancia entre representantes y representados, entre gobernantes y gobernados, provocando una crisis de legitimación de ese “espacio público compartido” que debe ser un Estado.
Esa es la razón fundamental de que una sociedad democráticamente avanzada haya de proteger adecuadamente a aquellas personas que, denunciando las irregularidades de las que en su entorno laboral o profesional (empleados de las compañías, proveedores, clientes, contratistas) tenga conocimiento, las publicite, permitiendo a los poderes públicos actuar y, por consiguiente, poner fin a la actividad corrupta. Y es una cuestión de liderazgo avanzar en esa línea, como hace la Directiva 2019/1937 del Parlamento Europeo y del Consejo, que tiene ser traspuesta al ordenamiento interno español antes de este 17 de diciembre de 2021.
Solo habrá una adecuada protección del denominado whistleblower (denunciante en inglés) si existe, además del deber de denunciar conductas ilícitas, un sistema que permita canalizar las denuncias, lo que implica la implementación por parte de las entidades públicas y privadas de canales que posibiliten a todo aquel que, de un modo u otro, entra en contacto con la organización, revelar la información de que dispone y que pueda constituir un ilícito susceptible de afectar al interés general. Ese canal interno de denuncia debe garantizar, si queremos que salgan a la luz los comportamientos reprobables, la confidencialidad del denunciante, en todo caso, siendo aconsejable prever, además, el anonimato de la denuncia. Probablemente, la mejor forma de “proteger al que nos protege” (al que informa de las infracciones) sea garantizar su anonimato.
Ese canal interno de denuncia puede ser gestionado por terceros ajenos a la propia organización, lo que aumenta la independencia. Una externalización que goza del aval de la Fiscalía General del Estado como parte integrante del escudo penal que deben disponer las compañías para quedar exoneradas de su responsabilidad penal por los delitos cometidos en su beneficio por sus empleados, directivos o terceros que contratan con ellas. Ese escudo penal resulta ahora también exigible para las administraciones públicas si no quieren verse obligadas al reintegro de los fondos recibidos del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia. El canal interno de denuncia debe ser complementado con un canal externo, es decir, con la posibilidad de que quien conozca el hecho susceptible de corrupción pueda acudir a una autoridad pública que, con todas las garantías, investigue el hecho denunciado para, llegado el momento, iniciar un procedimiento sancionador o colaborar con el Ministerio Fiscal, si llega a apreciar que el hecho es constitutivo de delito.
En fin, la protección al que nos protege debe comprender a aquellos que, ante un temor fundado de represalias, acudan directamente a un medio de comunicación para revelar esa información cuyo conocimiento resulta ser de interés público. Ni el medio que publica la información puede tener perjuicios por publicar esa información ni la fuente debiera resultar afectada por ello.
Quien informa por los medios que prevé la directiva (canal interno, canal externo o revelación pública) merece estar amparado íntegramente, protección que debe incluir un catálogo de garantías frente a las más que probables consecuencias que el supuestamente corrupto pueda activar como reacción frente a la denuncia. Es preciso, pues, que cualquier represalia sea repelida por el Derecho, ya consista en cualquier alteración de la situación laboral del denunciante con posterioridad a la denuncia, ya se trate de un eventual despido, que debiera ser declarado nulo. Asimismo, el informante debe gozar de un asesoramiento jurídico que le permita conocer sus derechos, ser provisto de asistencia en el proceso a que dé lugar su denuncia e incluso de ayuda psicológica que, muchas veces, se hace necesaria si no imprescindible.
Este sistema de protección puede (debe) incluir premios a quien pone en conocimiento de las autoridades competentes hechos que permitan imponer sanciones —piénsese en las importantes multas que pueden imponer los distintos reguladores que tengan su origen en informaciones dadas por ciudadanos, las cuales merecen ser premiadas, operando, de esta suerte, como incentivo para la denuncia, algo que el sistema estadounidense contempla desde hace años—. Y debe contemplar programas de clemencia y formas de exoneración de responsabilidad que incentiven a aquel que, habiendo participado de forma menor en tramas corruptas, denuncie esos hechos permitiendo a las instituciones conocerlos y castigarlos. Estos programas de clemencia resultan esenciales si queremos, dentro de esa labor de liderazgo, que afloren las tramas de corrupción, pues el partícipe solo denunciará si tiene garantía de que no será condenado por su participación menor en la comisión del ilícito.
Por todo ello se hace más necesario que nunca, algo que contempla como posibilidad la directiva, la creación de una autoridad pública independiente que goce de imparcialidad e inamovilidad y sea la encargada de gestionar el canal externo; de proteger al denunciante frente a las represalias que pueda recibir, garantizando sus derechos; de conceder los correspondientes premios por las denuncias cuando estas llegan a buen puerto, y de imponer sanciones a quienes vulneren la debida protección que merece el denunciante. La independencia de esta autoridad respecto del poder político se erige en eje mediador de la idoneidad de todo el sistema.
Pero la protección al que denuncia tiene como contrapartida imprescindible una adecuada defensa frente a las denuncias infundadas, que pueden causar un perjuicio reputacional extraordinario sobre el denunciado y que, lógicamente, debe ser protegido a través de un sistema de garantías no limitado exclusivamente a la presunción de inocencia, sistema que ha de contemplar un procedimiento sencillo y ágil de inadmisión de denuncias infundadas. Con ello evitaremos la proliferación de profesionales de la denuncia (sicofantes), que nada bueno pueden aportar.
Este cambio de paradigma requiere una respuesta valiente de lo público a la hora de trasponer la directiva, lo que presupone liderazgo. Hacerlo bien no solo mejorará la percepción que de lo público tengan los ciudadanos, sino que además será rentable, tanto en términos económicos como de felicidad democrática, sabiendo que nos encontramos ante el principio de esta protección, si bien, como decían los clásicos, “el principio es más de la mitad del todo”.