La primavera de Berlín
Olaf Scholz ha conseguido armar una coalición tan ambiciosa como improbable, pero hay motivos para el escepticismo
Para ser sincero, no me fío de Olaf Scholz. Él fue el tipo que no se enfrentó al banco Warburg cuando era alcalde de Hamburgo y el banco intentó defraudar a su Hacienda. Más tarde, al ocupar el cargo de ministro de Economía, le dijeron que no todo iba bien en Wirecard, pero no hizo nada hasta que fue demasiado tarde. Scholz también forma parte de la clase política alemana partidaria del Nord-Stream 2, una catástrofe p...
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Para ser sincero, no me fío de Olaf Scholz. Él fue el tipo que no se enfrentó al banco Warburg cuando era alcalde de Hamburgo y el banco intentó defraudar a su Hacienda. Más tarde, al ocupar el cargo de ministro de Economía, le dijeron que no todo iba bien en Wirecard, pero no hizo nada hasta que fue demasiado tarde. Scholz también forma parte de la clase política alemana partidaria del Nord-Stream 2, una catástrofe política de tamaño medio para Europa. Dicho esto, sus futuros socios de coalición han expresado su admiración por la profesionalidad con que ha manejado las conversaciones para el acuerdo de gobierno. Los alemanes querían alguien responsable en quien confiar, y ya lo tienen.
Y aquí es donde se complican las cosas. La coalición semáforo no es una construcción política en la que depositar la confianza. Es el experimento político más atrevido de la historia alemana contemporánea. Gerhard Schröder llegó al poder con el eslogan de no hacer todo de otra manera, sino algunas cosas mejor. Nadie recuerda cuál era el eslogan Merkel. Los miembros del semáforo se proponen modernizar un país estancado y retrógrado, que sigue atrapado en la mentalidad de la era analógica y, lo que es más importante, en los modos de producción industrial de la era analógica. La clase dirigente alemana todavía cree que la innovación llega de la mano de Volkswagen o de BASF. No se reflexiona sobre el hecho de que los éxitos de Estados Unidos y China en la alta tecnología son producto de empresas que apenas tienen 20 años.
Probablemente la declaración más importante de las 178 páginas del acuerdo de coalición sea el capítulo dedicado a las empresas tecnológicas (páginas 30 y 31). Alemania es uno de los entornos más hostiles para las compañías pequeñas, ya que todo el sistema de gobernanza corporativa está ajustado para favorecer a un cartel de grandes y medianas empresas. Esta coalición quiere equilibrar las reglas del juego.
Que se cumplan o no los objetivos de la lucha contra el cambio climático no dependerá de la cumbre de Glasgow ni de otros grandes acontecimientos para la galería, sino de las innovaciones que tienen que hacer empresas aún por crear. A la pregunta de qué tienen en común los Verdes y los liberales del FDP, la respuesta es esta. Ambas formaciones no pueden ni verse. Las conversaciones entre ellas fueron tensas hasta el final. Pero las dos pertenecen a la minoría de alemanes que cree que el fax no es la culminación del progreso tecnológico humano. Su presencia en la coalición supondrá una conmoción cultural para el SPD, un partido apegado al gas ruso y a los coches diésel alemanes.
Me resulta difícil reconciliar lo que sé que son las ambiciones de los integrantes del semáforo con lo que sé sobre Scholz. Habrá que ceder en algo. A lo mejor Scholz experimenta una transformación, pero la verdad es que me cuesta verlo enfrentándose a Putin cuando este amenace con cortar el suministro de gas a Alemania. ¿Le dirá al líder ruso que ahora el futuro del Nord Stream 2 se encuentra directamente en manos de reguladores independientes, de la Comisión Europea, y posiblemente del Tribunal de Justicia de la UE? ¿Y al presidente Xi Jinping que la solidaridad de Alemania está con el Gobierno de Lituania y con los diputados sometidos a sanciones chinas antes que con los exportadores alemanes? Angela Merkel no lo hizo.
Lo que posiblemente ocurrirá es que Scholz continuará la política exterior oportunista de su predecesora, pero adoptará una postura más agresiva en materia de reformas internas. No sería el resultado ideal, pero tampoco el peor. Una Alemania innovadora y menos corporativista también sería buena para la Unión Europea.
Los europeos que esperan una gran reforma del pacto de estabilidad se sentirán decepcionados. El nuevo Gobierno solo admite algunos retoques técnicos: plazos de amortización más largos de la deuda relacionada con la covid-19 y un cambio en el descabellado método por el cual Alemania y la Comisión Europea calculan el componente cíclico de sus normas sobre la deuda. Las suposiciones erróneas de la Comisión Europea sobre las posibles tasas de crecimiento de los Estados miembros constituyeron una de las causas de fondo de la austeridad sincronizada en plena crisis de la deuda soberana. Pero esto no es verdaderamente una gran reforma política. Es lo que suelen hacer los comités de asesoramiento técnico.
Al igual que otras primaveras históricas europeas antes, al final la de Berlín puede ser un acontecimiento psicológico que acabe superado por la cruda realidad. No veremos tanques recorriendo las calles de la capital, pero podríamos ser testigos del regreso del estancamiento de los años de Merkel. Su principal característica no fue la perpetración del mal, sino la tendencia a hacer las cosas a salto de mata sin ningún objetivo estratégico.
Nada en la historia de Scholz me dice que sea un gran innovador. El haber formado una coalición increíblemente ambiciosa es el acto más innovador de su vida política. La constatación de que son los cancilleres, y no los socios noveles de la coalición, quienes determinan el rumbo de la política, enfría mis esperanzas. Para que esta coalición tenga éxito, hará falta una transformación poco probable, que los alemanes no han votado.
Así que, después de todo, tal vez estemos al final del otoño.