El nuevo escándalo no es nuevo

Las revelaciones de Haugen han demostrado lo que muchos llevábamos años diciendo: Zuckerberg y Facebook mienten a conciencia. Saben perfectamente del efecto nocivo de su modelo de negocio

Los logos de Facebook y Meta, el nuevo nombre de la compañía.DADO RUVIC (Reuters)

El escándalo ha sido mayúsculo, pero tampoco esta vez pasará nada. Es verdad que Frances Haugen, la ingeniera informática que lleva meses denunciando las prácticas venenosas de Facebook, ha puesto a la compañía en un brete inusual: ha demostrado, con documentos internos, lo mismo que muchos llevábamos años diciendo sin ellos. Y es esto: que Zuckerberg y los suyos mienten a conciencia, que saben perfectamente del efecto nocivo ...

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El escándalo ha sido mayúsculo, pero tampoco esta vez pasará nada. Es verdad que Frances Haugen, la ingeniera informática que lleva meses denunciando las prácticas venenosas de Facebook, ha puesto a la compañía en un brete inusual: ha demostrado, con documentos internos, lo mismo que muchos llevábamos años diciendo sin ellos. Y es esto: que Zuckerberg y los suyos mienten a conciencia, que saben perfectamente del efecto nocivo que su modelo de negocio tiene en la gente más vulnerable, que podrían tomar decisiones para remediar esos efectos y deciden no hacerlo. No sé qué ha cambiado desde el escándalo anterior, el de Cambridge Analytica, que demostró la permisividad con que Facebook observaba la manipulación grotesca, la falsedad irresponsable y la desinformación programática que han metido a nuestro mundo político en una crisis sin salida visible, y sin las cuales no se entienden la elección de Trump, la victoria del Brexit y la derrota de los acuerdos de paz en Colombia. No, no sé qué ha cambiado: pero ha cambiado algo. Y, sin embargo, yo creo que no pasará nada.

Porque la gravedad de las acusaciones que pesan sobre Zuckerberg y Facebook, la profundidad de su negligencia y la extensión de su hipocresía, siguen siendo asuntos secundarios para la gran mayoría de sus usuarios, que son los únicos capaces de ejercer la presión necesaria para que las cosas cambien. En un reportaje de este periódico, un grupo de adolescentes hablaba con elocuencia de los daños profundos que la vida en Instagram les causa, pero confesaban su incapacidad de dejar esa droga tan potente que es la aprobación de la tribu. Visto aquello, ya me dirán ustedes por qué se cuestionaría cualquier cosa alguien que no percibe daño alguno, y para quien Facebook es el lugar donde se confirman sus prejuicios y se vindican sus odios, donde el relato que le cuenta la vida coincide milagrosamente con sus preferencias, sí, pero sobre todo con sus antipatías, sus resentimientos y sus paranoias. Es decir, todo lo que hace girar el mundo.

Nuestro tiempo es el tiempo de las emociones. Así se explica el auge de los nuevos populismos: el sentimiento del agravio, la dignidad herida, el orgullo nacionalista, el nativismo que hasta hace muy poco era vergonzante, buscan (y eligen) a quien les ofrezca defensa o aun venganza. Por otra parte, eso que llamamos posverdad, si uno lo mira de cerca, es un fenómeno emocional: el reemplazo de la realidad verificable por lo que aquella funcionaria trumpista llamaba “verdades alternativas”, pero sobre todo la convicción de que no importa lo que ocurre, sino lo que yo deseo que ocurra. Pues bien, Facebook y sus redes compinches trabajan allí, en esa curiosa dictadura de las emociones, y poco importa que su materia prima —lo que la máquina virtual manipula y mastica y escupe para provecho de unos cuantos— sea el ego de unas adolescentes frágiles o el rencor alucinado de un colectivo de fanáticos.

En el año remoto de 2010, cuando acepté que esto de las redes sociales no era para mí (y ahora me parece claro que no haber entrado nunca es la mejor decisión que he tomado), escribí una columna al respecto, y pido a los lectores que me perdonen la indelicadeza de citarme. “Nadie me tiene que explicar las ventajas y las infinitas posibilidades de las redes”, escribí. “Pero hay en todo este asunto un lado oscuro, tanto más inquietante cuanto que mencionarlo está mal visto”. Me referí a su lado pueril y narcisista, y también a la sensación de existir solo mientras los demás nos den prueba de ello, esa necesidad de validación constante, ese miedo atávico a no ser vistos. Era una simplificación grosera, pero es que el mundo era más simple entonces. Por ejemplo, todavía no existían las palabras de Sean Parker, primer presidente de Facebook. “Se trata de daros un toque de dopamina cada cierto tiempo, porque a alguien le ha gustado una foto o ha comentado un post”, dijo en 2017. “Se trata de explotar una vulnerabilidad de la psicología humana. Los inventores, los creadores, lo entendimos conscientemente. Y lo hicimos de todas formas. Esto cambia literalmente tu relación con la sociedad, con los otros… Solo Dios sabe lo que está causando en las mentes de nuestros hijos”. No existía tampoco la declaración de Chamath Palihapitiya, un alto cargo en Facebook: “Siento una culpa tremenda”, dijo. Y también: “Creo que todos sabíamos en el fondo que algo malo pasaría”. Y también: “Esto erosiona los cimientos del comportamiento de la gente con los demás. Y no se me ocurre una solución. Mi solución es dejar de usar estas herramientas. Yo llevo años sin usarlas”.

De manera que no: lo de Frances Haugen no es nuevo. Ha estado ahí todo el tiempo, y no hemos querido verlo. Y no sé por qué habríamos de abrir los ojos ahora.

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