Ni gesta, ni genocidio

Demonizar a Colón y la conquista no resuelve a estas alturas los problemas reales que tienen las repúblicas latinoamericanas respecto a esos pueblos originarios que exigen el respeto de sus derechos

CINTA ARRIBAS

El presidente de Venezuela insistió hace poco en que España pida perdón por lo que él llama “genocidio de 300 años” contra los pueblos originarios. Y dice sumarse a otras voces que en América lo han pedido también, lo que incluye declaraciones del presidente de México. A estas últimas respondió en su momento el escritor Juan Villoro con lúcidas argumentaciones que hablaban de lo anacrónico y errado del planteamiento, y que ...

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El presidente de Venezuela insistió hace poco en que España pida perdón por lo que él llama “genocidio de 300 años” contra los pueblos originarios. Y dice sumarse a otras voces que en América lo han pedido también, lo que incluye declaraciones del presidente de México. A estas últimas respondió en su momento el escritor Juan Villoro con lúcidas argumentaciones que hablaban de lo anacrónico y errado del planteamiento, y que incidían en algo que conviene recordar: el abandono de esos pueblos durante los 200 años posteriores a la independencia. Observó además un detalle importante: que un mandatario ajeno a los aborígenes se arrogara el derecho a hablar en nombre de ellos ante el mundo.

Sembrar odio o desviar los problemas puede resultar productivo para algunos intereses. Pero esa leyenda negra del genocidio ya ha sido comentada por la propia inteligencia latinoamericana. Así, por ejemplo, el paraguayo Augusto Roa Bastos, que escribió una novela clásica contra la dictadura —Yo el Supremo— y que se ocupó de defender la cultura guaraní, declaró que el español “es el único sistema colonial que, al mismo tiempo, produce el nacimiento de una conciencia anticolonial”. Y que “los peores genocidios de América Latina fueron los de sus mestizos”, porque “esta gente es la que produce los dictadorzuelos”. Como víctima de la persecución y el exilio, Roa sabía bien de qué hablaba.

De esa conciencia anticolonial fue el sevillano Bartolomé de las Casas la figura más señera. La conquista y evangelización española era impulsada manu militari por una mentalidad medieval formada en el espíritu intolerante de las cruzadas, y que veía en los hábitos religiosos de los aborígenes, en especial el canibalismo y el politeísmo, un nuevo enemigo a combatir. Las Casas, en la estela del erasmismo utópico, escribió una denuncia radical de esa violencia, la Brevísima relación de la destrucción de las Indias: un panfleto —hiperbólico de necesidad— que en España fue publicado sin censura y atendido por el rey, quien prohibió de inmediato la vía armada de la conquista y colonización.

Hablamos de mediados del XVI, y el pensamiento lascasiano tendrá infinidad de seguidores en ese siglo colonial y en los siguientes. En su estela, el madrileño Alonso de Ercilla escribió el más importante poema épico del siglo de oro hispánico, La Araucana, dedicado a su amigo el rey Felipe II, y cuya singularidad es que sus héroes son los enemigos, es decir, el pueblo mapuche: al tiempo que denuncia la codicia de españoles como Valdivia, enaltece el heroísmo de aborígenes como Caupolicán, Lautaro o Galvarino. De nuevo, una conciencia crítica abierta y sin censuras.

Ya que hablamos de los aborígenes de las actuales Chile y Argentina, podemos recordar cómo, tras la emancipación, los gobiernos de ambos países pactaron las campañas de persecución, exterminio y usurpación de tierras de esos pueblos, antes protegidos por leyes, bajo los eufemismos de Pacificación de la Araucanía y Campaña del Desierto.

Por supuesto ocurrió lo mismo en otros lugares de toda América. También en el siglo XX: véase como ejemplo la persecución y exterminio del pueblo maya por parte de Ríos Montt en Guatemala. Por no hablar de la persecución de la negritud: recuérdese la matanza de 35.000 haitianos en 1937 por el déspota Rafael Trujillo, empeñado en aclarar el color de la piel a los habitantes de República Dominicana. Ha de recordarse igualmente esa problemática en la América del Norte, donde el exterminio de aborígenes se convirtió en una épica cinematográfica llamada western. En el caso chileno, solo Salvador Allende se ocupó de defender los derechos de esos pueblos a los que el país debe hasta su nombre, Chile, que en mapudungún significa gaviota blanca.

Por otra parte, el escritor venezolano Arturo Uslar Pietri —también autor de una conocida novela contra la dictadura, Oficio de difuntos— añade un argumento importante, que señala una diferencia de la conquista española respecto a las demás: el mestizaje.

De los lazos de sangre entre españoles y aborígenes se sentía orgulloso uno de los más altos escritores del periodo colonial, Garcilaso de la Vega el Inca, hijo de un capitán español y una princesa inca. Y de ese diálogo cultural habla que en México sor Juana Inés de la Cruz, la gran poeta del siglo de oro, fuera capaz de usar el náhuatl en sus versos: en ese tiempo, el 75% de la población hablaba una lengua aborigen. Hoy esa cifra se ha reducido a menos de un 7%. ¿Qué han hecho los gobiernos latinoamericanos durante los dos siglos posteriores a la independencia por la cultura y los derechos de sus pueblos originarios? Hace algún tiempo, en la madrileña Casa de América, el poeta Elicura Chihuailaf nos regaló un recital bilingüe de sus versos, y nos contó cómo su pueblo es perseguido y acusado de terrorismo por defender sus tierras. Para ellos la tierra no se compra ni se vende ni admite alambradas, porque es su diosa madre.

Más allá de todas esas reflexiones, nadie puede negar a estas alturas la crueldad de la conquista de América. La crueldad de todas las conquistas y de todos los imperios de todos los tiempos. Tampoco se puede negar que esos españoles llegados en sus barcos lograron dominar un territorio tan inmenso porque se aliaron con infinidad de tribus americanas hartas de sus propios tiranos locales. Por ejemplo, de esos que necesitaban incesantemente víctimas para ofrendar sus corazones al dios Huitzilopochtli.

Pero la leyenda es la leyenda. Pensemos por ejemplo en la famosa Malinche, la compañera y traductora de Cortés y madre de su hijo mestizo, Martín. La leyenda negra la convierte en símbolo de traición a la patria. Malinche fue una prisionera, hija de nobles, que el cacique de Tabasco regaló a Cortés. Con su ayuda, él logró aliarse con los pueblos sometidos por los aztecas contra Moctezuma y alcanzar la victoria. Desdeñada por su pueblo como extranjera y traidora, el cubano Alejo Carpentier le rinde homenaje en uno de sus libros menos recordados, La aprendiz de bruja. A otro cubano, el poeta Roberto Fernández Retamar, se debe un ensayo de título elocuente: Contra la leyenda negra.

Las leyendas y los bulos son de gran utilidad en política. Crean una cortina de humo sobre lo que de verdad importa. La realidad es que las potencias imperiales que competían con España usaron hasta la saciedad el panfleto de Las Casas para hostigarla y también para esconder sus propias vergüenzas. Esa costumbre no ha cesado. Por ejemplo, si uno se pasea por la antigua ciudad colonial de Puerto Rico, el Viejo San Juan, puede ver carteles que dicen que esos son los lugares más antiguos de los Estados Unidos, y en las tiendas encontrará a la venta cantidad de ejemplares del panfleto de Las Casas, que es de 1552. Como si eso explicara el drama de Puerto Rico, el único país latinoamericano para el que no ha llegado la emancipación.

Los pueblos originarios de América hace tiempo que están exigiendo el respeto de sus derechos. Habló Martí de “desestancar al indio”, también de “ir haciendo lado al negro suficiente”. Ahí seguimos aún. Demonizar a Colón y la conquista a estas alturas no resuelve los problemas reales que tienen las repúblicas latinoamericanas con esa parte de su población. Tampoco resuelve esos problemas demonizar ese 12 de octubre que tendió un nuevo puente entre los pueblos del mundo.

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