La frágil costumbre de la democracia
La indignación está ausente, la decepción está latente y los ultras, que son algo más que Vox, esperan para capitalizarla. O la política reafirma su contenido social o el peligro de involución seguirá presente
La costumbre es uno de nuestros mayores valores adaptativos, sin ella no nos podríamos sobreponer a la adversidad. Los últimos datos indican que la pandemia parece, por fin, bajo control, lo que, siendo una de las mejores noticias que podríamos leer, ha recibido una importancia menor: el peligro acaba diluido en lo cotidiano para permitirnos avanzar. Sin embargo, no podemos olvidar que el esfuerzo realizado para embozarla ha sido titánico, uno solo comprensible desde la fuerza del Estado y la comunidad. Hoy, salvo los mercaderes más radicales, casi nadie se atreve a contradecir que lo público ...
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La costumbre es uno de nuestros mayores valores adaptativos, sin ella no nos podríamos sobreponer a la adversidad. Los últimos datos indican que la pandemia parece, por fin, bajo control, lo que, siendo una de las mejores noticias que podríamos leer, ha recibido una importancia menor: el peligro acaba diluido en lo cotidiano para permitirnos avanzar. Sin embargo, no podemos olvidar que el esfuerzo realizado para embozarla ha sido titánico, uno solo comprensible desde la fuerza del Estado y la comunidad. Hoy, salvo los mercaderes más radicales, casi nadie se atreve a contradecir que lo público es lo que nos separa del caos y la intemperie. No siempre fue así.
Hace una década el Sur de Europa fue sometido bajo la bota de la austeridad. Aquello tuvo consecuencias desastrosas en nuestros Estados de bienestar, unas que tomaron una trágica relevancia en los primeros meses de la égida del virus. Pero también significaron para toda una generación ver el inicio de su vida adulta truncada por la incertidumbre: los horizontes se volvieron tan cortos que el atrevimiento de imaginar otro futuro saltó sobre ellos. Aquellos años nos recordaron, nos enseñaron, la necesidad de constituirnos en sujeto político colectivo para decidir nuestro futuro común.
Eduardo Haro Tecglen anticipó este quinquenio del descontento, el que fue de 2010 a 2014, a principios de los dos mil, cuando escribía en este mismo periódico que la democracia estaba “más anquilosada que nunca”, por lo que “la mejor manera de restaurarla es crearla: recoger de la calle la democracia viva y llevarla al poder. Si nuestros políticos se formaron seguros de que este no es un país preparado, tendrán que hacerlo los que no son políticos”. Tener la perspectiva de haber transitado el siglo XX es lo que te permite sentir las vibraciones cuando todo parece en calma.
Una lectura superficial, quizá desde un pesimismo interesado, puede concluir que aquellos años de protesta no consiguieron sus objetivos: no es cierto. Las convulsiones sociales se empiezan a notar una vez que ha desaparecido su espectacularidad, los cambios profundos se producen fuera de foco. Los avances de nuestro presente, aunque parcos, son producto de aquel peso histórico compartido. Si hoy se sube el salario mínimo interprofesional (SMI), si las visitas de Ursula von der Leyen son tan diferentes de las de los hombres de negro, si los despidos se frenaron con los ERTE, es porque aquel descontento se convirtió en política útil. No sin dejar por el camino su épica, un cambio que se debe saber explicar antes de que la decepción estrangule a la esperanza. Haciendo una relectura de Camus, la generación que creyó que se podían asaltar los cielos quizá tenga hoy un papel aún más importante, evitar que el mundo se deshaga.
Se deshaga porque la diferencia entre aquel descontento y esta posnormalidad es la presencia de la ultraderecha como un actor que, a lo peor, representa ese afuera, esa calle, ese reto a lo institucional: lo descivilizatorio no está reñido con el magnetismo. Una de las razones de que la herramienta del orden social más injusto acapare hoy el concepto de rebeldía hunde también sus raíces en el periodo anterior.
Una de las causas de esta inversión de papeles es que a aquellas opciones políticas surgidas de la indignación, desde Grecia hasta España, se las golpeó tanto y tan duramente que por el camino perdieron algo más que su brillo. Se diría que en aquellos años preocupaban más los que proponían soluciones a los problemas que los problemas en sí mismos, y desde las tribunas conservadoras, pero también progresistas, se ilegitimó lo que no era más que el producto político del enfado con demasiados recortes y demasiada corrupción. Los fenómenos representados en Tsipras e Iglesias han tenido una vida bastante más breve que la de Merkel. Hoy estamos más cerca de la antipolítica que de la protesta organizada.
Puede que la derrota de Trump o la victoria de Scholz aporten calma a la crisis de legitimidad vivida por la democracia liberal. Sin embargo, la razón última del terremoto sigue presente: cómo una economía de especulación desbocada pone límites a la propia soberanía popular. Hoy los fondos de inversión no atacan nuestra deuda, pero sí manejan nuestra industria energética. Hoy se intentan regular los alquileres, pero se desata una desmesurada campaña en contra. Hoy no hay recortes, pero no se acaba de derogar la reforma laboral. Incluso, con una pandemia en retirada, vuelve la tentación de dejar nuestra vida social postrada bajo el sálvese quien pueda.
Lo nuevo no acaba de llegar y lo viejo no acaba de irse. La indignación está ausente, la decepción está latente y los ultras, que son algo más que Vox, esperan para capitalizarla. O la política reafirma su contenido social o el peligro de involución seguirá presente: “El fin de la historia es el fin de la democracia”. Hay costumbres que no merece la pena perder; otras que son imprescindibles recuperar.