Cólico simbólico

Confieso mi escepticismo ante tanta militancia inquebrantable, mi debilidad por la contradicción, tan candorosamente humana

'Shibboleth', el impresionante montaje con el que Doris Salcedo rajó el suelo de la Tate Modern en 2007.AFP

Un reto intimidante en un conflicto bélico es el de saber reconocer al enemigo. Despojados de uniformes y sin banderas envoltorias, los soldados miraban al individuo del otro lado del río, un desprevenido que tenía la misma cara de desazón y los mismos ojos temblorosos que ellos, ese otro ante el que había que tomar una rápida decisión basada en una identificación que podría ser errada, que podría resultar fatal si se trataba como propio al que no lo era. La Biblia hizo de ese instante el primero de los escritos sobre dialectología del que tengamos noticia. Cuenta el ...

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Un reto intimidante en un conflicto bélico es el de saber reconocer al enemigo. Despojados de uniformes y sin banderas envoltorias, los soldados miraban al individuo del otro lado del río, un desprevenido que tenía la misma cara de desazón y los mismos ojos temblorosos que ellos, ese otro ante el que había que tomar una rápida decisión basada en una identificación que podría ser errada, que podría resultar fatal si se trataba como propio al que no lo era. La Biblia hizo de ese instante el primero de los escritos sobre dialectología del que tengamos noticia. Cuenta el Libro de los jueces que los galaditas pasaron a cuchillo a los efraimitas, a quienes supieron identificar por una prueba lingüística tan cruel como básica: hacerlos decir la palabra hebrea shibboleth, que los enemigos pronunciaban sibboleth, de forma distinta a sus oponentes. Desde entonces, la palabra shibboleth se ha convertido en el nombre de un signo que nos identifica como pertenecientes a una comunidad y por tanto como ajenos a otra.

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Los signos tienen su parte de convencionalidad y de necesidad. La disciplina de la Semiótica lleva décadas estudiándolos y en los años setenta Umberto Eco guio magistralmente su investigación en las sociedades occidentales. Los signos (los colores del semáforo, las señales de tráfico, los significados de las palabras...) nos sirven porque nos ponemos de acuerdo en que ello ocurra, nos son útiles porque están basados en una convención social conjunta. Pero es una tiranía que el símbolo se haya convertido en el lenguaje preponderante y que la inmediatez con que interpretamos un signo externo empiece a reemplazar al discurso demorado y argumentado. Y esa es la tiranía a la que se están orientando nuestras relaciones sociales si seguimos caminando hacia los extremos. Hemos ideologizado ser vegano o no serlo, dejarse canas o chorrearse tinte con fruición, llevar corbata, vivir de alquiler... La polarización vive de los signos, sostiene sus andamios en la vacuidad aérea de los juicios simples y los extremos categóricos, convierte en símbolo lo que no llega ni a la categoría de indicio. Ideologizamos nuestro mundo cotidiano hasta extremos que darían risa si no empezaran a ser cargantes.

Por supuesto, vivir es decidir, y muchas de nuestras decisiones tienen repercusiones locales o incluso globales, pero el índice de ideologización se nos ha disparado; hemos convertido en shibboleth elementos que no son determinantes, que son accesorios, que no deberían trazar particulares fronteras. Y eso es muy cansado, oscurece el juicio más que lo aclara, nos hace militar y vivir en el reto intimidante de reconocer adversarios en cada esquina, nos convierte en el soldado que mira con desconfianza al tipo del otro lado del río. Es coherencia que los actos propios sean congruentes con los principios que se dicen abrazar, pero es desmesura que convirtamos en ideología hechos que no merecen tal etiqueta. Yo confieso mi escepticismo ante tanta militancia inquebrantable, mi rendición ante este cólico de signos en que vivimos, mi debilidad por la contradicción, tan candorosamente humana. Y en quienes convierten en símbolos lo que no debía serlo, siempre sospecho que ven un bajorrelieve plano donde hay más bien una escultura de bulto redondo. Y con esa escasez de perspectiva, ven grietas y simas donde no hay más que aristas, las propias de la dimensión humana.

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