Sustituir el fanatismo por la tolerancia

Hubo voces en el pasado que, frente a posiciones radicales, buscaron caminos distintos en el mundo islámico para frenar la influencia occidental

Un talibán en un punto de control en Kabul, el 8 de septiembre.STRINGER (EFE)

Veinte años después de los atentados del 11 de septiembre, la vuelta al poder de los talibanes en Afganistán es la mayor prueba de que la relación entre Estados Unidos y buena parte de los países donde predomina el islam sigue siendo desastrosa. ...

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Veinte años después de los atentados del 11 de septiembre, la vuelta al poder de los talibanes en Afganistán es la mayor prueba de que la relación entre Estados Unidos y buena parte de los países donde predomina el islam sigue siendo desastrosa. El fracaso de Occidente en su afán de exportar la democracia a golpe de bombazos es indiscutible, así que lo único que ha quedado tras la respuesta que se orquestó ante los brutales atentados terroristas de 2001 es más odio y más furia, la devastación de Irak y Siria, la reconquista del poder en Kabul por un grupo de fanáticos y otros muchos y variados asuntos, entre los que puede incluirse el que se escenificó el miércoles en París al comenzar el juicio contra los presuntos responsables de los actos terroristas que se produjeron en la capital francesa el 13 de noviembre de 2015. El único superviviente de los que desencadenaron el horror durante aquella noche, Salah Abdeslam, no mostró el menor signo de arrepentimiento. “Lo dejé todo para convertirme en un combatiente del Estado Islámico”, dijo en cuanto pudo abrir la boca.

El desencuentro viene de lejos, de aquellos remotos tiempos en que los grandes países occidentales se lanzaron a la conquista del resto del mundo y fueron instalándose y dominando las plazas donde podían obtener pingües beneficios económicos o ventajas estratégicas. Algunas veces las cosas se les torcían. Por ejemplo, en 1839. Los británicos, que llevaban desde principios del siglo XIX colonizando la India, decidieron aventurase un poco más lejos para colocar en Kabul a un mandatario amigo. Los guerrilleros afganos procedieron a su manera: no quedó nadie vivo de aquella poderosa expedición, salvo un médico militar.

Unos años más tarde, hacia 1866, llegó a Afganistán una de las figuras que con más fuerza empezaban a dejar oír su voz en Oriente, Jamal al-Din al-Afghani. Los servicios secretos británicos apuntaron en un informe que tenía un estilo de vida más próximo a los modos europeos que a las maneras musulmanas. Llegó a deplorar, en algún momento de su azarosa vida, la ignorancia que engendraban las madrasas y los “conventos de derviches”, que facilitaban que el Occidente científico dominara al pueblo islámico. Se atrevió también a afirmar que “la sharía, la ley islámica del profeta Mahoma, no era inmutable, que estaba abierta a una revisión por parte de los filósofos”. Lo cuenta Pankaj Mishra en De las ruinas de los imperios, donde explora el choque de Occidente con Asia.

“La nobleza de su alma les lleva a elegir una muerte con honor antes que una vida de abyección bajo el dominio extranjero”, dijo este intelectual de los afganos cuando estuvo entre ellos, aprovechando otro avance de los británicos para clamar contra la presencia extranjera. Fue una de sus mayores obsesiones, que los países islámicos encontraran su propio camino de modernización para liberarse del yugo occidental. “He luchado, y sigo luchando, por un movimiento reformista en el podrido Oriente, donde me gustaría sustituir la arbitrariedad por la ley, la tiranía por la justicia, y el fanatismo por la tolerancia”, le dijo al-Afghani en Teherán en 1891 a un periodista alemán. Esos anhelos y objetivos, ante la brutal radicalización actual de los sectores islamistas, pueden parecer el delirio de un extravagante, pero siguen siendo hoy más que nunca necesarios.

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