Un nuevo y clarificador revés judicial ha reconducido la situación de los menores marroquíes de Ceuta al lugar de donde nunca debió salir. Una cosa era aprovechar la disposición de Rabat a recibir a los chicos arrojados en mayo sobre España para negociar su vuelta y otra devolverlos a escondidas sin respetar los procedimientos legales. ...
Un nuevo y clarificador revés judicial ha reconducido la situación de los menores marroquíes de Ceuta al lugar de donde nunca debió salir. Una cosa era aprovechar la disposición de Rabat a recibir a los chicos arrojados en mayo sobre España para negociar su vuelta y otra devolverlos a escondidas sin respetar los procedimientos legales. El presidente del Gobierno y el de la ciudad autónoma han acordado ahora reanudar las devoluciones, pero haciéndolo como la ley española establece: con decisiones caso a caso, no mediante una operación masiva e indiscriminada como la que ha paralizado la justicia.
Que la repatriación de un menor —incluso contra su voluntad— haya que hacerla así no es un capricho burocrático ni un exotismo de la legislación española. Fueron dos sentencias del Tribunal Constitucional las que fijaron esa doctrina en 2008, que responde a los principios de la Convención de Derechos del Niño de la ONU. Otorgar a los menores una protección especial es simplemente una norma de civilización. Estamos hablando de niños y adolescentes criados en la pobreza, aunque tendamos a difuminarlo bajo el ruido de la utilización política que se hace de ellos y de esa manipuladora estrategia para deshumanizarlos y reducirlos a unas meras siglas: mena, menor no acompañado.
Tampoco se debería olvidar que esos menores serán entregados al mismo país que hace tres meses no tuvo reparo en usarlos como munición en un duelo diplomático. Razón de más para ser cuidadosos. Seguramente muchos de los chicos estarán mejor con sus familias en Marruecos que encerrados en Ceuta o persiguiendo por sus calles una improbable oportunidad de dar el salto a la Península. Y a la vez no resulta descabellado conjeturar que el retorno puede dejar otra parte de ellos de nuevo a merced de los abusos y la explotación que relatan. Por eso mismo, se requiere un proceso individualizado, en el que, antes de decidir, la Administración debe escuchar a cada afectado, a los servicios sociales y a la Fiscalía.
En todo el malhadado episodio de los últimos meses en Ceuta hay al menos un detalle que reconforta: ver a un presidente socialista y a un gobernante del PP actuar juntos, con lealtad y buenos modos, para enfrentarse a un asunto complejo. No es poco en medio del talante exasperado de la oposición española. En esa actitud tendrán que persistir, porque el problema está lejos de haber entrado en vías de solución. Tramitar las repatriaciones como manda la ley llevará su tiempo, las condiciones de los centros de acogida no son sostenibles y los menores de 16 años tienen que ser escolarizados al comenzar el curso. El Gobierno está obligado a prestar toda la ayuda a Ceuta, incapaz por sí sola de lidiar con la situación.
Acoger a 700 niños es un enorme problema para Ceuta, pero debería serlo mucho menos para España (por no decir la UE). La posibilidad de repartirlos por la Península está, sin embargo, descartada. Cada vez que se ha hecho así, saltan chispas entre las comunidades autónomas. No deja de ser curioso que al mismo tiempo todo el mundo se ofrezca estos días a recibir refugiados afganos. Es de esperar que esa misma voluntad no se enfríe cuando el drama de Afganistán vaya desapareciendo de las portadas. La publicidad y la política inmigratoria nunca han combinado bien. Tampoco en Ceuta.