Libertad para infectar y para morir

Los trumpistas rechazan a Darwin, pero promueven el darwinismo del virus, que diezma a sus familias y a ellos mismos

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, se quita la mascarilla antes de abandonar el Hospital Militar Walter Reed, donde estuvo ingresado durante tres días por coronavirus.Ken Cedeno (EFE)

Solo el jefe está exento. El resto del personal se ve obligado a vestir la mascarilla en los despachos desde el primer día. Para no infectar al patrón. Pero de puertas hacia fuera, mejor no exhibirla. Los periodistas deberán quitársela en las conferencias de prensa si quieren ser atendidos en sus preguntas. En aquella casa, la Casa Blanca, desde donde se dirige la lucha contra la pandemia, si es qu...

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Solo el jefe está exento. El resto del personal se ve obligado a vestir la mascarilla en los despachos desde el primer día. Para no infectar al patrón. Pero de puertas hacia fuera, mejor no exhibirla. Los periodistas deberán quitársela en las conferencias de prensa si quieren ser atendidos en sus preguntas. En aquella casa, la Casa Blanca, desde donde se dirige la lucha contra la pandemia, si es que cabe llamar dirigir a las caóticas instrucciones emanadas del presidente, todos parecen actuar como si el poder les hubiera inmunizado.

Al fin, gracias a tanta imprudencia, también Donald Trump quedó infectado. Estuvo incluso extremadamente grave. Necesitó fármacos de punta todavía no experimentados, de coste altísimo y fuera del alcance del común de los ciudadanos. Escapó indemne y pudo exhibir su salud recuperada como si hubiera vencido a la muerte. En vez de constituir una advertencia para sus seguidores, quedaron corroborados sus prejuicios, contra las mascarillas y contra la distancia social primero, y meses más tarde también contra las vacunas.

Así son sus votantes, hostiles a la razón y a cuantas medidas de salud pública puedan dictar los gobiernos, sean las mascarillas y los confinamientos o sean ahora las vacunas. No creen en la ciencia ni en la medicina, sino en el poder y la fuerza, en el dinero y en los ricos poderosos. También a esta religión salvaje se debe la única decisión aparentemente racional, aunque paradójica, que tomó este gobernante: invertir masivamente en la investigación de las vacunas, un gran acierto, aunque no pensara en las personas sino en los beneficios bursátiles.

Prueba fehaciente de la contradicción: quienes más le votan son los más hostiles a las vacunas y quienes menos se han vacunado. Difunden las más demenciales teorías conspirativas. Rechazan la obligación de protegerse en los espacios públicos y en el trabajo. Tampoco quieren que las vacunas sean obligatorias y promueven leyes para garantizar unas libertades que consideran holladas. Son expertos en legislaciones retrógradas, que obstaculizan el derecho de voto, impiden la enseñanza crítica de la historia y censuran las teorías darwinistas de la evolución.

Recordarles el pasado esclavista u obligarles a obedecer las órdenes sanitarias es incompatible con su idea de libertad. Rechazan a Darwin, pero promueven directamente la selección darwinista del virus, que está diezmando especialmente a los negacionistas conspiranoicos y a sus familias, a ellos mismos. Quieren ser libres para infectar y para morir.

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