Antes de que cante el gallo, Pedro
Pedro Castillo tendrá menos de 15 días entre su proclamación y su asunción como presidente y se enfrenta a varias bombas de tiempo, mientras el fujimorismo sigue intentando dinamitar la transición democrática
El 28 de julio, el día que debe asumir el nuevo presidente, el Perú cumplirá doscientos años de vida republicana. Nuestro Bicentenario. El Gobierno ha creado incluso un proyecto especial con este nombre para celebrarlo. Pero más que un espíritu de unidad nacional y un regocijo celebratorio, lo que hoy recorre los humores políticos peruanos es un permanente estado de indolencia.
Atravesamos la m...
El 28 de julio, el día que debe asumir el nuevo presidente, el Perú cumplirá doscientos años de vida republicana. Nuestro Bicentenario. El Gobierno ha creado incluso un proyecto especial con este nombre para celebrarlo. Pero más que un espíritu de unidad nacional y un regocijo celebratorio, lo que hoy recorre los humores políticos peruanos es un permanente estado de indolencia.
Atravesamos la mayor crisis sanitaria y económica de nuestra historia reciente, pero buena parte de nuestro establishment político sigue tozuda e irresponsablemente alegando fraude en la victoria de Castillo. Son los últimos coletazos de una clase política que agoniza y que está dispuesta a arrastrar, en su delirio colectivo, hasta el extremo más vergonzoso a buena parte de nuestra ciudadanía. Aparentemente para ellos sí es verdad eso que canta Lucha Reyes: un fracaso más, qué importa.
Nunca como hoy, los viejos perdedores, extintos de la política peruana a fuerza de nuestro darwinismo electoral, como los excandidatos presidenciales Lourdes Flores Nano o Alfredo Barnechea, han tenido tanta carta libre para petardear un proceso electoral. Barnechea incluso, impúdicamente, no ha tenido recato en apelar a una unión entre civiles y militares para desconocer el resultado electoral. Ha acusado abierta e indiscriminadamente al gobierno de Sagasti de haber sido parte de un embuste electoral. Mientras que Mario Vargas Llosa, ya sin el rubor de semanas anteriores, acaba de sostener que el Gobierno peruano tomó claramente partido en estas elecciones por Pedro Castillo, basándose en un informe enclenque preparado por el nuevo omnisciente escudero del fraude electoral: Daniel Córdova, un economista y efímero funcionario que, luego de defender las hipótesis más disparatadas, ha reconocido abiertamente que ni él ni nadie de los que alegaban fraude tenían pruebas suficientes para respaldar la teoría de un fraude masivo.
Si fuéramos un país con medios de comunicación medianamente serios y preocupados por el porvenir del Perú, estas denuncias sólo ocuparían las secciones amarillistas de un diario de espectáculos. Nunca en nuestra historia republicana reciente había habido tanto señorón desinformando a diestra y siniestra, con semejante sentido de irrealidad y con una cobertura sin precedentes. Es como si no hubiesen sido desconectados de la Matrix, sirviendo de baterías para los ataques indiscriminados de la derecha limeña más rebelde.
Inmersos en este bucle ridículo, el mandato de Castillo no acaba de ser todavía confirmado por el Jurado Nacional de Elecciones. Es una escalofriante sensación cotidiana de inconsciencia colectiva. Pedro Castillo será inevitablemente presidente, pero mientras más tiempo dilapidemos en la comedia fujimorista, más tiempo le quitaremos la vista a Castillo. Ahora, cuando más debiéramos estar preocupados por debatir la continuidad de las políticas de vacunación y de reactivación económica, seguimos enfrascados en una bizantina disputa política. Menos de 15 días tendrá Castillo desde su proclamación hasta su asunción como presidente para preparar una transición de gobierno. Realizar una transición política competente es virtualmente imposible con ese horizonte.
Cualquier asesor político medianamente informado le aconsejaría a Castillo sostener los mismos equipos que están a cargo del proceso de vacunación, y que ya empezaron a agarrar vuelo, porque cualquier interrupción en este punto sería traumática. Casi doscientos mil peruanos han muerto víctimas del coronavirus y nuestra economía no resistiría en lo más mínimo un nuevo cierre draconiano. El gobierno de Vizcarra no sólo tuvo un pésimo manejo de la pandemia sino una nefasta negociación en la compra de vacunas que terminó con un escándalo gigantesco de vacunación de funcionarios públicos entre los que estaban él, su esposa y su hermano. Como si fuera posible arruinar aún más su legado, en la última semana Vizcarra posó desvergonzadamente después de aplicarse su nueva dosis de vacuna Pfizer, tras haberse puesto irregularmente dos dosis de la vacuna de Sinopharm. Hubo quienes llegaron a preguntarle por redes si, después de tres dosis de dos fabricantes distintos, su plan era presentarse a un casting de los X-Men. Si Fujimori desconcierta por su soberbia negacionista, Vizcarra lo hace por su impavidez.
Castillo tiene varias bombas de tiempo: un galopante tipo de cambio que roza los cuatro soles por dólar —su nivel más alto desde que se convirtió en la moneda oficial—; una conversación pendiente con el hombre fuerte del Banco Central de Reserva del Perú, Julio Velarde; y una investigación fiscal que amenaza con despedazar a parte de los alto mandos del partido político que lo aupó a la victoria, Perú Libre. Castillo no quiere cometer el pecado capital del que Ollanta Humala fue acusado: la traición a las promesas de campaña. Si alguna herida abierta todavía sangra en la izquierda peruana, es la humalista. En el sur prometió gas barato y no cumplió, mientras Bolivia lograba poner gas domiciliario. El gasoducto fue un sueño de verano que se abortó. Humala era un criollo que aprovechó el caudal electoral antisistema, pero que más que grandes reformas patentó una larga serie de programas sociales. Quizá ese fue el único gran parecido de Humala al del Gobierno de Lula. Eso y Odebrecht, por supuesto.
Pero no traicionar a su elector no significa cometer un suicidio político reformista. El Perú es un país donde las reformas timoratas no echan cuerpo y a veces terminan muriendo en la orilla. Por eso muchos han comparado a Castillo más con el hondureño Manuel Zelaya que con Hugo Chávez. Si bien su principal oferta de campaña fue la nueva Constitución, está claro que no tiene la fuerza política en el Congreso, ni en las calles, para defender mayoritariamente esta promesa. Y no se trata de adorar la Constitución de 1993 al punto de no cuestionarla, como ha pretendido el fujimorismo, sino de ser capaz de afrontar un proceso popular y sostenible. Más que la Constitución, lo que Chile ha demostrado es que lo más importante ha sido el proceso, que luego parirá otra Constitución. Sin el proceso social democratizador, una nueva Constitución puede naufragar.
Para el ala más dura de Perú Libre, parece que poco importa si estamos en un momento constituyente y si no existen los actores políticos capaces de llevar a cabo un proceso de semejante alcance. Estamos poniendo la carreta y no hay caballos. Castillo se ha querido mirar en el espejo latinoamericano de Evo Morales o Rafael Correa; debía haberse percatado de que aquellas nuevas constituciones jamás se concibieron como elementos innegociables en los primeros meses de gobierno. Despertaron después de un largo proceso de madurez, varios años de gobierno y gran popularidad. Cuando las estructuras sociales estaban preparadas, vino luego la Constitución. ¿Qué pasa si Castillo quema todas sus naves por una nueva constitución y termina siendo derrotado políticamente en esta apuesta? La debacle política sería incalculable y dejaría herido cualquier intento reformista. Y un país sin reformas sería el peor legado de Castillo, por lo menos en quienes ven con ilusión que sea presidente.
Si la investigación por el escándalo de corrupción al interior de Perú Libre y el Gobierno regional de Junín termina por arrastrar a Vladimir Cerrón, líder del partido que ha llevado a Castillo a la presidencia, seguramente Castillo se rodeará del ala más tecnocrática y moderada de la izquierda peruana. Esa que viene tratando de apagar los incendios económicos que saben que se le avecinan: el tipo de cambio ascendente o el terremoto en los mercados que significaría el alejamiento de Julio Velarde, quien con solo torcer las cejas parece poder contener el apocalipsis financiero. Después de Julio, el diluvio. Velarde no va a quedarse sin garantías ni directores que avalen su trabajo, así que los próximos días serán decisivos para el banquero.
¿Algo cambiará en Perú el 28 de julio de 2021? Millones de peruanos aguardan con esperanza que sí, que ya es hora, que ya toca. Pero la desilusión puede empezar pronto. Castillo deberá quitarse el sombrero y negociar. Es más pragmático de lo que la derecha más ideológica teme. Un país donde hay ciudadanos de segunda categoría, donde el racismo campea impune, debe cambiar. Algo cambiará cuando su esposa, Lilia, maestra de escuela rural, y sus hijos que estudian en escuelas rurales también, lleguen a Palacio. Alguna arcada colérica surgirá en nuestra nación más racista y clasista, pues este cajamarquino no pasó por la domesticación de Harvard y Stanford, sino que llegó directamente desde Tacabamba. Al amanecer Pedro, ojalá no niegues tu palabra antes de que cante el gallo. Se trata de reformar el Perú, no de destruirlo; se trata de hacer crecer la economía, no de ponerse las anteojeras ideológicas; se trata de que se cumplan las leyes para todos, no de que una cúpula corrupta se enriquezca a costa de todos. Hay muchos que están con justicia asustados: toca que se dirija a ellos, señor Castillo. Todos estaremos vigilantes. Palabra de ciudadanos.
Gonzalo Banda es analista político y profesor universitario en Arequipa, Perú.
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