Castiza
Cuando como votantes despreciamos la política y nos dejamos engañar por quienes dicen ser tan solo libres madrileñas populares, nos comportamos como súbditos y vasallas
Cuando era niña casi me electrocuto con un cine doméstico. Esta verdad que digo y se corresponde con una realidad tangible no es el deslizante relato dentro del relato que se refleja en un espejo escondido en el bosque brumoso de la memoria. Digo una verdad que se corresponde con una realidad comprobable en la cicatriz de mi mano, una realidad como la tasa de paro juvenil o el número de leyes promulgadas por la Comunidad de Madrid a lo largo del reinado de Ayuso. Duran...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Cuando era niña casi me electrocuto con un cine doméstico. Esta verdad que digo y se corresponde con una realidad tangible no es el deslizante relato dentro del relato que se refleja en un espejo escondido en el bosque brumoso de la memoria. Digo una verdad que se corresponde con una realidad comprobable en la cicatriz de mi mano, una realidad como la tasa de paro juvenil o el número de leyes promulgadas por la Comunidad de Madrid a lo largo del reinado de Ayuso. Durante mi proceso de rehabilitación, yo cantaba “Por la Puerta de Alcalá con la falda almidoná y los nardos apoyaos en la careraaaaa”. Tenía tres años y una confusión entre fonemas alveolares y dentales. Mi abuelo nace en Lavapiés y mi madre entona La chula de Pontevedra: “Soy de los Cuatro Caminos, el barrio de la garata, lo mejor de los Madriles donde está la flor y nata”. “Garata” significa riña. También hay quienes, templando gaitas, justifican las violencias de candidatas que presumen: “Nosotros no tenemos miedo”. Claro, porque es Vox quien nos asusta con su cartelería nazi y su pretensión de que España sea succionada por una máquina del tiempo que incruste el país en un fuerte gobernado por barbados señores feudales con camisetas de cocodrilo y derecho de pernada. Mientras, en un instituto de Vallecas una niña me pregunta si yo no tengo miedo. Le explico que es preciso tener un poco de miedo para sobrevivir, pero que ese miedo no puede paralizarnos. No estoy transmitiendo a esta niña mi verdadera percepción de la realidad. Creo que le miento un poco y su pregunta me retumba en la cabeza “¿Tú no tienes miedo?” Recuerdo a los guerrilleros de Cristo Rey, siete días de enero, matanza de Atocha, a José Luis Montañés acribillado por un francotirador en una manifestación. Aunque tengo un castizo mantón de Manila, soy una madrileña internacionalista y un calambrillo me recorre la espina dorsal.
Detrás de ciertas victorias electorales, hay votantes que desprecian a la clase política y votan a quienes fingen no ser políticos, sino personas del pueblo que se toman una cañita y firman contratos ventajosos para sus amistades. Cuando como votantes despreciamos la política y nos dejamos engañar por quienes dicen ser tan solo libres —y chulescas— madrileñas populares, nos comportamos como súbditos y vasallas de una líder que prima la protección de la seguridad privada sobre la protección de la seguridad social, roba palabras y con ellas elabora comentarios gilipollescos sobre novios que no te volverás a encontrar, dice mentiras sobre realidades tan terribles como la mortalidad en Madrid a causa de la pandemia y está dispuesta a pactar con un partido que coloca en su punto de mira a niñas y niños extranjeros abandonados. Quizá Díaz Ayuso sueña con una comunidad sin escoria: menas, pobras, rojas, desahuciadas, mantenidas de las colas del hambre. Ese pueblo no es popular. En sus diarios, Chirbes rescata a Corpus Barga para definir “lo popular” durante el franquismo: primorriverismo, populismo borbónico, cuplé patriótico… Escribe: “… oigo el Viva España en los campos de fútbol, el puto Valencia de los alicantinos, o catalán polaco, o rájalo, y tiemblo porque sé que ahí se incuba el huevo de la serpiente del fascismo que venga”. Estamos ahí. En Madrid. Votemos para que lo irreparable no vuelva a suceder y podamos seguir apoyándonos orgullosamente, en la cadera, los nardos.