Columna

Un roce casual con la manga de un vestido de París

Hay episodios intrascendentes que borran de cuajo las artificiales disputas políticas

Vestidos exhibidos en la exposición 'Los años 50. La moda en Francia 1947-1957', que se pudo ver en 2015 en el Museo Bellas Artes de Bilbao.

La mayoría de las cosas que les suceden a las personas carecen de trascendencia. Son episodios diminutos, impresiones fugaces, rasgaduras o iluminaciones que rompen la monótona sucesión de las horas. Lo habitual es que cualquiera de estas minucias quede sepultada de inmediato por otra de calado semejante. Naderías, puras naderías, pero son estas las que al final van labrando las hechuras de cada rostro, la manera de ser de cada cual, su carácter, su destino, su vida. Fue hacia 1950 cuando ...

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La mayoría de las cosas que les suceden a las personas carecen de trascendencia. Son episodios diminutos, impresiones fugaces, rasgaduras o iluminaciones que rompen la monótona sucesión de las horas. Lo habitual es que cualquiera de estas minucias quede sepultada de inmediato por otra de calado semejante. Naderías, puras naderías, pero son estas las que al final van labrando las hechuras de cada rostro, la manera de ser de cada cual, su carácter, su destino, su vida. Fue hacia 1950 cuando Elias Canetti visitó a un tipo bastante especial, Lord David Stewart, que vivía en un castillo medieval del siglo XV, Mochrum, en Escocia. Fue con su amigo Aymer Maxwell, uno de los mellizos de una familia aristócrata que estaba emparentada con “los mismos Percy que aparecen en Shakespeare” y con el que hizo muy buenas migas, llegando a embarcarse con él en algunos estimulantes viajes, a Marruecos, la Provenza, Grecia.

La visita a aquel singular personaje la reconstruyó Canetti mucho más tarde, es una de las piezas que escribió entre 1990 y 1994 en Zúrich y que forma parte de Fiesta bajo las bombas, el volumen de carácter autobiográfico en el que se reunieron distintos textos —algunos a medio hacer, casi simples apuntes— que dan cuenta de parte de su estancia en Inglaterra, más o menos la que va de los años de la II Guerra Mundial hasta entrados los cincuenta.

Lord David Stewart se dedicaba a la ornitología y tenía una enfermedad pulmonar que lo obligaba a pasar mucho tiempo en cama. Era seco, huraño, de pocas palabras, tan sensible a cualquier molestia que llegó a echar del servicio a un matrimonio polaco que había contratado porque tanto él como ella tenían unas risotadas estridentes. Vivía con la compañía casi exclusiva de su mujer, Lady Ursula, y era propietario de buena parte de las tierras de los alrededores e, incluso, de una isla llena de cormoranes y de viejas ruinas. De Lord Stewart dice Canetti que era famoso por su “inalterable pesimismo” y de su mujer, que tenía una gran afición por los asuntos mundanos. “Ella se hacía traer de París las últimas novedades de la moda y se las ponía —¿para quién? Seguro que no para su marido, al que no interesaban en absoluto esas cosas. Pero tampoco para nadie más, pues los contados vecinos, todos a cierta distancia, no venían con frecuencia, porque él los recibía con acritud”.

El día que Canneti fue a visitar a la pareja con Aymer Maxwell, ella llevaba un vestido de París que hubiera despertado la admiración en cualquier reunión social. Los acompañó a recorrer el castillo: largos pasillos, gruesos muros. Escribe Canetti que, cuando llegaron a una esquina, se dio cuenta “de que la manga de seda colgante de Lady Ursula rozó ligeramente a Aymer”. Dice que él no se dio ni cuenta, pero que para ella aquel roce tuvo que significar mucho. De vuelta a la habitación, Canetti descubrió “un fulgor en su rostro” que a nadie pasó desapercibido. Antes había escrito sobre Ursula que era una mujer que “se consumía irremediablemente en su belleza”.

¿Tiene algún interés especial este episodio? Ninguno. ¿Sirve de ejemplo, invita a alguna alta consideración sobre el bien y el mal? Seguro que no. Y, sin embargo, hay algo tan vivo en el roce de ese vestido y en el fulgor que invade el rostro de esa mujer que aparta de golpe el habitual barullo de los políticos de turno con sus estériles y artificiales conflictos. De pronto, un soplo de aire fresco. Bienvenido sea.

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